lunes, 23 de marzo de 2015


...
Sin decir palabra y despacio –eso sí, temblando de miedo- regresé a mi postura original para facilitarle que continuara dando rienda suelta a sus íntimos deseos. Que por otro lado no digo que me disgustaran lo más mínimo. Únicamente cuando comprobé cómo aquel líquido de aspecto lechoso se le desbordaba de la boca y corría hacia sus mejillas y párpados, le dije:

-Permite que me levante por una toalla y te limpio.

Él giró la cabeza a derecha e izquierda para decirme que no, y esas negaciones me provocaron tales cosquillas que, sin pensarlo, apoyé mis manos en su nuca y lo atraje hacia mí con el ímpetu de una leona, restregándome en sus labios y presionando también en su nariz. Trastornada, sin control alguno de mis impulsos, cuando siempre había presumido de controlarlos (en opinión de algunas amigas, incluso demasiado). Durante unos segundos me sentí una reina sádica castigando a su vasallo. Con pies y manos atados a los barrotes de la cama, no le quedaba escapatoria, pero ni se me ocurrió pensar que dificultaba la entrada de aire a sus pulmones hasta que sacó la lengua y su pecho se contraía y elevaba espasmódicamente y creí percibir sus jadeos, y me asusté.

-Oh, Dios mío, perdona –le dije, retirándome hacia atrás- no sé qué ha podido sucederme. ¿Te encuentras mal?
Me dijo que no, también ahora moviendo únicamente la cabeza, aunque en este caso porque sus afanes por recuperar el ritmo de respiración le impedían articular palabras. Con su rostro mudando entre los colores de la amapola y la orquídea.
-Lo siento, cariño, de veras –le dije, acariciando su rostro.
Luego me tendí a su lado y lo besé sin dejar de acariciarlo con tanta ternura como si lo quisiera de veras.
Sólo entonces me dijo:
-Penélope, bonita, no tienes por qué preocuparte. Me has llevado al éxtasis y a punto has estado de llevarme un poco más allá. Eres una chiquilla adorable.
Creo que, aun valorando mis pudorosas inhibiciones, acabé rebasando con amplitud el límite de lo que yo misma hubiese considerado lícito, incluso en aquellos momentos en que me entrego a las fantasías sexuales más disparatadas.

Pero esa noche también descubrí, que por muy tímida que seas –y yo lo soy- la excitación dispone de una magia que en segundos te puede convertir en la chica más osada y valiente.
Volveríamos a dormirnos. Ya con las primeras luces del alba introduciéndose a través de los claros de la persiana y, aunque parezca mentira, abrazados como dos tortolitos muy enamorados. Mi cabeza escondida en el hoyo que se le formaba entre hombro, clavícula y pecho, que aún olían ligeramente a mi propia orina.
Por la mañana nos despedimos como nos habíamos despedido la primera noche. Con un beso en los labios e intercambiando tiernas sonrisas.
¡Vaya estreno!, pensé, mientras iba bajando las escaleras.
Ya no me merecía la pena pasarme por casa ni deseaba exponerme a las preguntas indiscretas y las bromas de Raquel.
En una cafetería a medio camino de la tienda de flores, pedí un chocolate a un camarero tan joven como yo –ansiaba una taza de chocolate bien caliente-, churros, un zumo de naranja y el periódico, y, apoyada en la amplia cristalera que mira a la calle, me entretuve ojeando noticias en las que no me concentraba y recibiendo miradas indiscretas del camarero, hasta que mi reloj marcó las diez menos diez.
No descubro ningún secreto si afirmo que a lo largo de aquella nueva tarde me palpitaría con fuerza el corazón cada vez que se abría la puerta, con la esperanza de que quien la empujaba fuese el profe. Y no solo debía palpitarme el corazón, pues la asquerosa de mi jefa se atrevió a decirme cuando me dirigía al almacén por una cesta de flores:
-Pero ¿qué te sucede Penélope? Pareces escocida. Endereza esas piernas y camina como una persona.
No le respondí. Prefería ignorar su estúpido comentario aunque hizo también alusiones poco discretas a mi cara de sueño, y es cierto que una sensación a medias entre la plenitud y un ligero escozor aún me incomodaba en la zona púbica. Puede que también me pusiera un poquito nerviosa porque, aunque visité el servicio varias veces para humedecerla y limpiarme bien, según avanzaban las horas me picaba un poquito más...





     Primeras lecciones  (la excitante época de Pe. como universitaria)  ya en amazon, Amabook, Casa del Libro...

En "Primeras lecciones", Penélope,   una joven de dieciocho años, inocente e ingenua,  con carita de ángel,   llega con toda su candidez a la Universidad   donde se encuentra con Marta, una antigua compañera de colegio que la   acercará a mundos y hombres que ayudan a Pe  a descubrir sentimientos,  placeres y emociones después de los cuales no será la misma.

Apasionada e intensa "Primeras lecciones" te ayudará a conectar con la parte más gozosa y divina de la condición femenina, a disfrutar del erotismo y el sexo con toda la dulzura y la pasión de una chica de dieciocho...

domingo, 22 de marzo de 2015




...


Creo que se le estaba desbordando la imaginación, o quizá se pasó la tarde consultando libros de técnicas sadomasoquistas, o aquella droga estimulante de color azul le provocaba alucinaciones, pues reconozco que me propuso prácticas que no he visto ni en las pelis más cochinas ni oído de lenguas tan viperinas y viciosas como la de Raquel o alguna de las amigas poco recomendables con que se reúne a veces.

No accedí a todas ellas, ni a pesar de sus ruegos y promesas ni del último cóctel que me había servido cuando se levantó por el vibrador obligándome a darle dos buenos sorbos mientras lo sostenía y lo inclinaba sobre mi boca con sus propias manos como si pretendiera emborracharme (derramando incluso el líquido por la comisura de mis labios), ni de la pena que me embargaba ante su cuerpo desnudo tendido sobre la cama, atado de manos y pies y suplicando con voz de pordiosero lo que nunca imaginé que se le pudiera suplicar a una chica.

-Oh, no lo hagas, por favor, concédeme al menos un minuto para que pueda ir al baño a limpiarme –le supliqué cuando pidió que acercara mis genitales (mi delicioso coñito, fueron sus palabras) a su boca.
Pero me advirtió que ni se me ocurriera, que ya me limpiaba él. En un tonillo de voz que a ver quién es la guapa que se atreve a negarse. Y aunque con un tremendo apuro atenazando todo mi cuerpo, me fui acercando hasta colocar mis rodillas dobladas a ambos lados de su cabeza, por temor a que se enfadara conmigo.
-Así me gusta, que obedezcas como una niña buena.
-Si vuelves a llamarme niña, me enfado.
-Perdona, preciosa –me dijo con un tono más dulce-. Solo se trata de un apelativo cariñoso.
-Hay otros apelativos cariñosos que puedes utilizar conmigo.
-Tomo nota.
-Seguro que como profe de lengua sabrás encontrar aquellos que agraden a una chica como yo.
-Nunca he conocido a una chica como tú.
-No seas mentiroso, seguro que te has acostado con más de una.

Por primera vez en la noche, el hecho de tenerlo debajo de mí atado de pies y manos me concedía una cierta confianza. Aunque, oyendo sus tiernas promesas de rectificación, decidí continuar obedeciendo sus indicaciones de la manera más dócil posible.

Cuando mi vello púbico rozó su barbilla, sacó la lengua y comenzó a lamer mi vulva empapada -no sólo a causa de la excitación-, como un dóberman sediento de varios días. “¿Esa es tú manera de limpiarme?”, le iba a preguntar, pero casi me provoca la risa el simple pensamiento de la pregunta. Tampoco pude llamarle cochino porque, aparte de la vergüenza que sentía reclinada en aquella extraña postura, reconozco que muy pronto empecé a derretirme de gusto. Me gustaba incluso que saborease los restos de mi pis y se relamiera. Apoyé las manos en sus mejillas y eché la cabeza hacia atrás, mirando al techo porque no me atrevía a mirarle a los ojos.
Cuando ya me tenía igual de húmeda pero perfectamente limpia, rodeó mis genitales con sus dientes y, aunque pensaba que me los iba a morder, no dije nada. Mordió, pero sin causarme daño, succionando hasta que los introdujo en su boca y allí, completamente suyos, me los estuvo acariciando con la punta de la lengua que entraba y salía de mí o se recreaba ensanchándome, hasta que mi clítoris se retrajo y las intensas sacudidas de mi útero y vagina precipitaron que una fuerza desconocida se desatara en lo más profundo de mi ser y me corriera en irrefrenables espasmos, inundándole la boca de líquido.

-Oh, perdóname, por favor –le dije, casi llorando- no sabía que iba a sucederme esto, perdóname –y me aparté, quedando sentada sobre su pecho.
-¡¿Perdonarte?! –exclamó, casi chillando-. Penélope, ¡eres divina!, hacía mucho tiempo que no me encontraba con una chica fuente.
-¿Qué significa eso?
-Ya te lo explicaré, ahora regresa adonde estabas, quiero seguir saboreando tu delicioso coño.
Imaginaba su significado. Lo que no sabía era que se tratase de una suerte privativa de unas pocas privilegiadas como yo. Algo que ahora sé pero que muy bien, gracias al habilidoso profe...



sábado, 21 de marzo de 2015


EMOCIONES ÍNTIMAS.


Imagino que mi hipófisis provocó una descarga exagerada de endorfinas. Pero, gracias a Dios, estaba redescubriendo la auténtica lujuria.
Mi madre tenía por costumbre leerme pasajes de la Biblia cuando yo era niña mientras porfiaba para que comiese la merienda que siempre me negaba a terminar, y de pronto acudió a mi memoria una de aquellas imágenes y sus consejos sobre las tentaciones de la carne y sus peligros, “nadie camina sobre las brasas sin que sus pies se quemen”, y aunque ese recuerdo encendiera algunos colores en mi rostro, chillé como una auténtica loca: “¡Oh, cielos!, ¡soy inmune!”.
-¿Eres…

Una de mis muñecas soltó el pañuelo que la sujetaba y, aunque a la mañana siguiente comprobaría una rozadura tan marcada que es posible que saliera sangre, entonces tampoco me dolió e incluso con aquella mano libre arañé sus nalgas a lo salvaje, hasta que lo obligué a gritar y nuestras respectivas pelvis chocaron con el ímpetu de dos trenes que circulan en dirección contraria por la misma vía.
A los pocos segundos él mismo me soltó la otra y lo abracé y le dije al oído que me mantuviera los pies atados, que ni se le ocurriera moverse de encima de mí.
Pero se movió.
Desobedeciendo todas mis indicaciones comenzó a liberarme los tobillos.
-¿Por qué lo has hecho? –le pregunté, con la voz más mimosa que me he oído nunca.
-Ahora quiero que me ates tú.
-¡Pero qué dices…! –exclamé verdaderamente sorprendida.
-Es lo justo.
-No considero justo atar a nadie.
-Sólo quiero que compruebes lo que se siente desde la posición de dominio.
-Te equivocas. A mí no me interesa en absoluto conocer lo que se siente dominando a otros.
-Entonces, te lo solicito como un favor –y añadió una dulce caricia en mis labios.

Me daba mucha vergüenza complacer sus caprichos, que en casi todos los casos me parecieron extravagancias o simples groserías. Pensé negarme. A todas y cada una. Pero cuando tras anudarle tobillos y muñecas –creo que sin demasiada firmeza, vamos, que hubiera podido zafarse si hubiera querido- a los barrotes de la cama, me pidió con su voz de profe a la que no sabía negarme, que me colocara sobre la cama con cada uno de mis pies a sus costados, un súbito hormigueo me recorrió piernas y estómago. Una sensación muy placentera, aun en contra de todas mis previsiones. Lo que no esperaba (¡lo juro!) es que el muy cochino fuese a pedirme lo que me pidió. Pero después de unos instantes de duda, sin haber acudido al baño nada más que a lavarme desde primeras horas de la noche y notablemente excitada con sus argucias y bien elegidos piropos, me resultó menos difícil complacerlo y que el esfínter de mi uretra se relajara y el pis acumulado durante tantas horas en mi vejiga cayera sobre su rostro mientras se relamía como un perro y las inmaculadas sábanas de seda sobre las que ya entonces me entraron serias dudas de que volviera a reclinarse su dulce esposa, se fueron cubriendo de feos lamparones amarillos.
-Agáchate –me pidió.
Y yo, dócil y sumisa, me agaché...



          Primeras lecciones  (la excitante época de Pe. como universitaria)  ya en amazon, Amabook, Casa del Libro...

En "Primeras lecciones", Penélope,   una joven de dieciocho años, inocente e ingenua,  con carita de ángel,   llega con toda su candidez a la Universidad   donde se encuentra con Marta, una antigua compañera de colegio que la   acercará a mundos y hombres que ayudan a Pe  a descubrir sentimientos,  placeres y emociones después de los cuales no será la misma.

Apasionada e intensa "Primeras lecciones" te ayudará a conectar con la parte más gozosa y divina de la condición femenina, a disfrutar del erotismo y el sexo con toda la dulzura y la pasión de una chica de dieciocho...



viernes, 13 de marzo de 2015



         
EMOCIONES ÍNTIMAS (Continuación)


Se incorporó. Mis ojos se habían acostumbrada a la oscuridad y pude distinguirlo en la penumbra, excitado, con su pene tan firme como al inicio de la noche cuando iniciamos el primero de nuestros polvos, y le rogué, casi suplicando:

-Ven, acércate, quiero sentirte dentro, que me penetres, pero tú.
Ignoraba su reacción. Manso como un corderito procedió a tumbarse sobre mí, apoyando los codos en la cama en su estilo para no causarme daño. Pero cuando nuestros cuerpos se fundieron en uno solo, oí cómo susurraba a mi oído:
-¡Susana!, putilla, dime, Susanita ¿con quién follas esta noche?
¡Dios, santo! Se dirigía a su mujer. ¿Qué sospechaba?
-Contigo, cariño -me atreví a responderle adoptando un tono cómplice y mimoso en la voz- sólo me gusta hacerlo contigo.
-¡Mientes, zorra! –dijo visiblemente irritado.

Pero el juego me había convertido en una chica valiente y no me importó seguir comportándome como si fuera ella. Jadeaba. Respondía a sus insultos con demandas fingidas de perdón y prometiendo no volver a engañarlo en el futuro con nadie. Jadeábamos los dos. Y sus manos rodearon mi cuello, tensando sobre él el collar de perlas, y sus dientes mis pezones, y sus acometidas se volvieron tan violentas y desesperadas que los barrotes de la cama comenzaron a crujir amenazando con desplomarse.

Creo que sus fieras acometidas me causaron daño, verdadero daño físico. Si soportaba los dolores, colaborando incluso, y le consentí y le rogué que no parase, que siguiera castigándome como me merecía por comportarme como una putilla y ponerle los cuernos con otros hombres, es porque había aceptado interpretar a su infiel esposa y soy buena interpretando, y porque pocas veces en mi vida se habían desatado dentro de mi alma tantas emociones, y tantos placeres a lo largo y profundo de mi cuerpo, ni por supuesto tantas ganas de que alguien me hiciese el amor hasta que no quedara ni una pizca de ganas ni deseo en mi cerebro ni en mis enrojecidos genitales.



                Primeras lecciones   -

ya en amazon, Amabook, Casa del Libro...

En "Primeras lecciones", Penélope,   una joven de dieciocho años, inocente e ingenua,  con carita de ángel,   llega con toda su candidez a la Universidad   donde se encuentra con Marta, una antigua compañera de colegio que la   acercará a mundos y hombres que ayudan a Pe  a descubrir sentimientos,  placeres y emociones después de los cuales no será la misma.



Apasionada e intensa "Primeras lecciones" te ayudará a conectar con la parte más gozosa y divina de la condición femenina y humana,
a disfrutar del erotismo y el sexo con toda la dulzura y la pasión de una chica de dieciocho...

miércoles, 11 de marzo de 2015


NUEVAS EMOCIONES

Yo agitaba las caderas desesperadamente, elevaba el culito y chillaba o me mordía los labios mientras me llamaba idiota y prometía que si lograba sobrevivir a mi aventura con el refinado profesor nunca jamás volvería a fiarme de nadie. El muy cerdo puso música a un volumen casi inaudible. Pensé en música clásica, pero muy pronto sonaron los primeros compases y el inquietante lalalalala de la banda sonora de La Semilla del Diablo. A continuación volvió a acercarse a la cama. Se sentó a mis pies, comprobó con una de sus manos la firmeza de los nudos que sujetaban mis tobillos y al momento percibí la punta del artilugio que manejaba rozando el incipiente vello de mis piernas sin depilar desde quince días antes, abiertas y estiradas como las de un crucificado.

-Oh, no me hagas esto –le rogué procurando recuperar un poco de calma.
Se inclinó hacia mí. Noté que respiraba con dificultad. Olía a perfume. Un aroma penetrante y místico que identifiqué con el pachuli o la corteza húmeda de algún árbol exótico.
A pesar del miedo que empezaban a inspirarme las argucias con que preparaba lo que llegué a imaginar un ritual de orden sádico, ansiaba el tacto de sus dedos -imagino que debido a la tonta suposición de que eso me proporcionaría alguna pista sobre sus verdaderas intenciones-. Pero se cuidó muy mucho de que nuestras pieles establecieran el mínimo contacto.
-Eres un miserable –le dije con un hilillo de voz.

Lo que imaginé una sierra parecida a la que utilizaba el médico para cortar el yeso que inmovilizaba la tibia que me había fracturado cuando con catorce años me quedé sin frenos en la bicicleta bajando una pronunciada pendiente que terminaba en curva, se aproximaba a mis muslos. Di un respingo como si acabara de quemarme la llama de una cerilla. Si hubiese podido habría juntado las piernas. Percibí un ligero roce en el vello del pubis, y entonces el muy canalla dibujó una leve caricia a la altura de mis labios mayores y, con una voz casi amistosa, susurró:
-No tienes que temer, cariño. Disfruta.
Inspiré y expiré todo lo despacio que pude.
Introduciendo sus dedos desgarró las braguitas de su esposa que acababa de ponerme, sin molestarse en bajármelas siquiera.
Me dolió tanto como si fueran mías.
-Desátame, por favor –le suplicaba con lágrimas en los ojos-, haré lo que me pidas.
-Lo harás igualmente.

Las sienes me estallaban, de tensión y de miedo. Y, cuando ya no hubiera soportado otro segundo aquella incertidumbre, buscó mi clítoris y colocó sobre él la sierra eléctrica que portaba en una de sus manos. Mis músculos, mis débiles músculos se contrajeron como si fuera a saltar a la otra orilla de un río. Pero la textura rugosa y el tacto suave (no de sierra, gracias a Dios), me proporcionaron cierta tranquilidad. El muy golfo lo mantuvo allí mientras mi respiración volvía a acelerarse. Luego lo giró varias veces en ambas direcciones y me lo fue introduciendo en la vagina, pero despacio, con la delicadeza y el mimo de sus primeras caricias.
Cuando me oía sollozar, se detenía, y cuando yo callaba –sólo suspirando- lo llevaba un poquito más adentro, pero sin lastimarme.
-Si me lo pides me voy –dijo de pronto en una de las pausas.
-Eres un asqueroso.

Creo que el propio miedo había incrementado mi excitación. Nunca nadie me había masturbado con un consolador y a medida que las sensaciones placenteras se apoderaban de todo mi cerebro me iba relajando para permitirle que actuara a su ritmo y a su gusto –que era el mío-.

Le dije cosas que no digo por muy cachonda que esté. Yo misma llegué a pensar que actuaba bajo los efectos de una droga. Aquel maravilloso pene de látex era aún más largo que el de ya mi querido profe y él me lo metió muy adentro, hasta que alcanzó el cuello del útero, y puede que lo traspasara. Entonces lo hizo palpitar en la punta a un ritmo cada vez más rápido. Yo cerré los ojos y me llevé las manos a la boca para no escandalizarme con los gritos de histérica que me salían sin ningún control. Pero el muy cochino, cuando había logrado conducirme cerca del éxtasis –vaya, cuando me tenía caliente como a una zorrita- lo retiró, preguntándome si me gustaba y, aunque ansiosa, le respondí que mucho, lo arrojó al suelo sin importarle mis jadeos ni la tiritona, provocados por la miserable situación de abandono a que me condenaba sin ningún motivo...

martes, 10 de marzo de 2015

EMOCIONES...

Me sorprendió que me esperase de pie a la puerta del baño. Serio. Mirándome a los ojos como si me odiara. Tomó una de mis manos y con la palma de la otra suya me estampó un sonoro azote en el culo.
-¿Por qué me pegas? –le pregunté, mimosa aún.
-Te lo mereces –dijo, y me azotó de nuevo. Más fuerte.

El profe comenzaba a perder sus buenos modales. Me entraron serias dudas cuando me pellizcó los pechos sin otros motivos que los que impulsan a un sádico, y yo sólo dije, ay. El alboroto en que se habían enmarañado mis neuronas no me facilitaba mejores respuestas. En cambio, cuando volvió a llevarme a empellones hasta la cama y me acostó empujando para que cayera de espaldas, hipé, sorprendida.
Quise recriminarle su violenta actitud pero mi lengua se había inmovilizado.
Es muy listo, vaya si lo es. Cuando observó que se me saltaban las lágrimas, inició de nuevo las caricias -tiernas y dulces-, y sus labios humedecieron los míos como el agua de una fuente.

-Sólo jugabas, ¿verdad? – le pregunté.
Y entonces me quitó las braguitas y me puso con delicadeza unas de su esposa que eran una auténtica preciosidad, en tul de encaje negro transparente con volantes de organza ciñendo el culito. Si intuyo entonces el uso que pensaba darles, me las hubiera quitado para llevármelas como merecida recompensa.
Aunque suene increíble –incluso a mí- comencé a excitarme de nuevo. Él -no es necesario que lo diga-, continuaba empalmado.
Cuando me tenía vestida a su gusto, tensó entre sus manos varios pañuelos de fina seda y me solicitó que le permitiera atarme manos y pies a los barrotes de la cama. Mi corazón, como la gatita a la que persigue un perro, comenzó a saltar a lo loco. Además, me seguía confundiendo que mientras formulaba preguntas sin esperar mi respuesta y me exponía sus lascivas intenciones, no dejaba de acariciarme en la zona interior de los muslos, en las ingles, en el pubis…, con una ternura que me derretía y, aunque hubiera querido decirle que no, como estaba muy contenta desde el detalle de vestirme la carísima lencería de su esposa, únicamente pude decirle que sí.

-Pero no me hagas daño, ¿vale?
-Eso depende.
-¿De qué depende? –dije, como si no me faltaran ganas de seguirle el juego.
-De cómo te comportes. De lo buena niña que seas.
-Soy buena.
-¿Cómo de buena?
-Muy, muy buena.
Ya me había inmovilizado, cuando dijo:
-Eso tendré que decidirlo yo.

El tonillo autoritario de esa última respuesta unido al recuerdo de los azotes en el culo, activaron algunos de mis miedos y de pronto reparé en que me encontraba en la casa de un extraño, alguien a quien no había visto en mi vida, que las apariencias engañan y debajo de ese porte de elegante caballero muy bien podría esconderse un peligroso pervertido. Me entraron serias dudas acerca de si el numerito de las flores y la esposa en el extranjero, no obedecería exclusivamente a una sutil estrategia para ligarme. “¡Dios mío!”, exclamé, sin articular palabra, “no hay en el mundo nadie más simple e ingenua que la inocente Penélope”. Comencé a sudar, ardía y mis brazos y piernas se agitaron golpeando contra el colchón como si esos estúpidos movimientos pudieran librarme de algún peligro. Le dije:
-Por favor, desátame, no me gusta este juego.

Pero entonces apagó la luz. La figura del fantasma en que se había encarnado comenzó a moverse y se acercó al espacio donde se encontraba la cómoda. Las venas de mi cuello latían como disparos. Comprobé cómo tiraba de uno de los cajones y transcurridos apenas dos segundos oí el sonido de lo que me pareció el motor a pilas de una pequeña sierra eléctrica...
CONTINUARÁ...

sábado, 7 de marzo de 2015


EMO...
Procuraba relajarme, inspirando hondo, expulsando el aire con fuerza. Pero me dolía. No mucho, aunque puede que los nervios incrementaran la sensación de dolor, pues me siguió penetrando despacio, muy despacio, y a medida que me penetraba y yo me mordía la lengua para no chillar, el dedo índice de su mano derecha alcanzó mi inflamado clítoris y entonces suspiré y dejó de dolerme.

Se había percatado del momento justo en que recobraba mis sensaciones placenteras. Por otro lado, nada difícil, oyendo mis gemidos y viendo cómo mi cuerpo se acomodaba al suyo, procurando mantenerse firme cuando salía de dentro de mí y acercando mi culito a su pelvis cuando entraba de nuevo.
-Me encanta cómo te entregas –dijo- y cómo te estremeces-. Y de pronto comenzó a golpear como una verdadera bestia, como nunca me había golpeado en ninguno de nuestros polvos anteriores, consiguiendo que mis nalgas emitieran sonidos tan escandalosos como si me estuviese azotando con un látigo. Imaginé que la pastilla azul contendría alguna droga estimulante.
-Oh, Alex, sigue.
Ciñó sus manos a los huesos de mis caderas y me golpeó aún más fuerte.
-Así, cielo, no pares –le dije pensando que sería incapaz de mantener el impetuoso ritmo, aunque después de una media hora, casi me arrepentía de mi súplica, pues ya había experimentado dos riquísimos orgasmos y se me agotaban todas las energías que había acumulado durante meses y meses para una ocasión como aquella. De hecho, tuve que volver a decirle:
-No puedo más- y me dejé caer de bruces sobre la cama.

Él se acostó sobre mí, sin sacarme su miembro, que se mantenía duro gracias a lo que entonces consideré un milagro y las habilidades de un hombre que sabía tratar a las mujeres con una pericia inalcanzable para la mayoría de los machos de la tierra.
-¿Qué te parece ahora el chaval de dieciocho?
Oh, deseaba jactarse. Mi broma de la noche anterior había herido su orgullo.
-Bien, muy bien. Ahora sí –le dije, con tonillo irónico, aunque pronto rectifiqué-. Bueno, no, no creo que nadie de dieciocho años ni de ninguna otra edad pueda hacer conmigo lo que me estás haciendo tú. Lo que me sorprende es que lo haya podido resistir, que aún siga viva. Menos mal que hemos terminado.
-¿Te alegras de haber terminado?
-Me alegro y no me alegro. Comprende que me tienes completamente destrozada, por dentro y por fuera. Imagino tu esposa lo contenta…
-¡No menciones a mi esposa!
-Perdóname.
Seré estúpida”. Lo había ofendido con ese comentario que reconozco fuera de lugar dadas las circunstancias.


Ignoro lo que me sucedió. Percibí cómo se incorporaba para tenderse a mi derecha y me pedía que le retirase el preservativo. Lo hice. Muy amorosa, aunque casi llorando por culpa de mi metedura de pata.
Luego tomé mis braguitas de encaje en rosa con lacito que había vestido por la mañana al dictado de mi inconsciente cuando mis razonadas conclusiones me indicaban que no volvería a ver en mi vida al maduro y caballeroso profe y, tras solicitarle permiso, me dirigí al baño. Necesitaba lavarme y también cubrirme mis partes íntimas –sin otros motivos que la certeza de que nuestras raciones de sexo por esa noche ya nos habrían saciado.
Tras envolver el condón en un trozo de papel higiénico y depositarlo en la papelera, me lavé, vestí las bragas y regresé al dormitorio, convencida de que dormiríamos plácidamente, al menos hasta la salida del sol...