PAULA-
¿Te gustaba tu primo?
PENÉLOPE-
Es muy guapo. Recuerdo que siempre llevaba un mechón saltando sobre
la frente que le daba ese aire de granuja al que se refería la
abuela y, en cambio, encantaba a las chicas. Su pelo era tan rebelde
como él. Yo me sentía muy orgullosa cuando me llevaba al quiosco o
al bar y me compraba las golosinas que se me antojaban y presumía
ante los amigos, “no diréis que no tengo una prima guapa”, y
aunque me subían los colores me hacía sentir la niña más
importante del pueblo.
PAULA-
Creo que entiendes que cuando te pregunto si te gustaba no me refiero
solo a lo guapo o cariñoso que era.
PENÉLOPE-
Ay, Paula, no es sencillo mantener contigo una conversación porque
parece que tuvieras rayos X en los ojos.
PAULA-
Pero, ¿por qué te pones tan colorada?
PENÉLOPE-
¿Sabes una cosa? Aunque no he querido reconocerlo durante muchos
años, en realidad Rafa ha sido mi primer amor.
PAULA-
Lo suponía.
PENÉLOPE-
Puede decirse que todo empezó mi maravilloso verano de los quince.
Habíamos llegado mamá y yo esa mañana al pueblo (a mí me dejaban
desde finales de junio hasta que empezaba el cole en septiembre. Mamá
iba y venía -de hecho esa misma noche regresó a la ciudad para
resolver asuntos que no quiso explicarme, ni me importaban- y mi
padre solo pasaba con nosotras quince días en agosto si no
organizaban un viaje) y por la tarde pasé a saludar a mi prima.
PAULA-
¿Montse?
PENÉLOPE-
Miqui, además de un año menor que nosotras era bajita y no nos
gustaba jugar con ella. Ahora la quiero pero entonces casi no la
consideraba ni prima. A lo que iba. Estaban en casa los dos, Montse y
Rafa. Primero nos abrazamos y besamos las primas. Y Rafa, cuando me
vio, antes de besarme, me tomó por los hombros y mirando a mis ojos
como si no se creyera lo que veía, dijo:
“Mi
primita preferida, cómo has crecido, pero si ya estás hecha toda
una mujer”.
Y
luego me abrazó. Me di cuenta de que a Montse le daba un poquito de
rabia. Puede que sintiera celos. Pero yo entre los brazos del primo
me sentía como flotando en una nube. Y no solo cuando me elevó en
el aire y giró conmigo dando vueltas y vueltas.
“No
seas bruto, que me mareas”, le dije, aunque me encantaba que me
siguiera mareando.
“Ven,
vamos a la cocina. Seguro que tienes novedades”, me dijo tomándome
de la mano.
“Y
tú”, le dijo a Montse, “¿por qué no me vas por un paquete de
rubio?, me he quedado sin tabaco”.
“No
quiero”
“Te
doy propina para que compres algo para ti”
“Solo
voy si viene Pe”.
“Oye,
mocosa, Pe acaba de llegar y quiero que me cuente cosas de la ciudad
por si decido irme”.
“Yo
también quiero oír lo que cuenta”
“Primero
contará lo mío. Si vas, cuando regreses os dejo solas”
“Si
ella no viene, yo tampoco voy”, se empecinaba Montse.
>>Pero
el granuja de Rafa la sacó al pasillo e ignoro qué le diría pero
en menos de quince segundos ya pude verla alejándose a través de la
ventana.
“Oye,
pero que guapa estás, prima, no puedo ni creerlo”, volvió a
decirme a su regreso junto a mí. “Pensar que solo el año pasado
parecías una mocosa”.
>>Yo,
te lo juro, solo sabía ponerme colorada con sus piropos y que se me
entreabrieran los labios en una tímida sonrisa. En alguna medida me
intimidaba que me hablase en aquel tonillo entre meloso y gamberro.
Él tenía diecinueve años y yo quince. Pero no ignoras que a esa
edad cuatro años de diferencia es un mundo. Además con aquellos
brazos y tan ancho de espaldas como su padre, me parecía muy mayor.
>>Mientras
me halagaba, se acercó al frigo sin desprenderse de su maliciosa
sonrisa y me preguntó, “¿te apetece una cerveza?”
“No
gracias”, le dije, casi acobardada.
“Bueno,
pues yo voy a tomarme una por ti y otra por mí”.
>>Y
cuando ya había vaciado la primera y un buen trago de la segunda, me
la acercó a los labios diciendo:
“Un
sorbo, será como un brindis de bienvenida”.
>>Lo
miré, dudando qué decisión debía tomar, cuando de pronto apoyó
una de sus manos en mi nuca decidiendo por la indecisa Penélope y
con la otra inclinó tanto la lata que me llenaba y llenaba la boca,
no deteniéndose hasta que desbordó un abundante chorro de líquido
y espuma por las comisuras de mis labios.
“Rafa,
eres un bruto”, le dije mientras retiraba el cuerpo hacia atrás
para no mancharme el vestido.
>>Se
reía como un auténtico payaso.
“Estás
monísima con esos chorretones. Espera que te limpio”, y acercó
las yemas de sus dedos a mi boca para secarme y luego me dio dos
besos por donde había corrido la espuma como si los besos formaran
parte también de las tareas de limpieza de “la chiquilla cochina”,
como me definió en tono de broma.
>>Creo
Paula que fue la primera vez que me estremecí y comenzó a latirme
fuerte el corazón intuyendo que me gustaba el golfo de mi primo,
aunque entonces puede que ni me atreviese a pensarlo.
>>Aún
nos manteníamos de pie, mirándonos como bobos en medio de la cocina
(la cocina, como casi todas en los pueblos, era bastante amplia, con
una mesa de madera en el centro, un banco largo apoyado en la pared y
dos sillas enfrente) cuando me dijo:
“Y
vaya piernas bonitas”
“¿Te
gustan?”, le pregunté, porque entonces tenía complejo de piernas
delgadas y quería cerciorarme de que los chicos no opinaban igual.
“A
ver, sube el vestido para que te las vea bien”.
>>Yo
vestía un finísimo vestido de tirantes un palmo por encima de las
rodillas. Tomé el dobladillo con dos dedos que me temblaban y lo
elevé, tímida pero muy contenta.
“Un
poco más”, me indicó.
>>Y
la tonta de mí lo seguí subiendo hasta que creo que se me veían
las bragas.
“Oh,
son realmente preciosas”, dijo en un tono exagerado y como si a él
también lo pusieran muy contento mis piernas.
>>Acto
seguido se vino hacia mí, me estrechó entre sus brazos
acariciándome el pelo y me indicó:
“Ven,
vamos a sentarnos en el banco”.
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