sábado, 13 de diciembre de 2014

ENTREVSITA XIV

>>Aún volvería a meterme la cabeza en el agua. Luego me soltó. Lo miré con ganas de sacarle los ojos y caminando lo más rápido que me permitía la corriente me acerqué de nuevo a la orilla y salí. Le puse morritos y, como sonrió, le saqué la lengua.
“Y pienso marcharme ahora mismo”, le dije.
>>Pero tiritaba de frío y me quedé inmóvil al lado de la bicicleta, abrazándome con mis propios brazos, castañeteando los dientes. No dudaba que iba a salir en mi busca.
“Pero, Pe, ¿por qué lloras?, estábamos jugando”, dijo mientras me tomaba de los hombros para abrazarme”.
“Te he dicho que me dejes”.
>>Me separó los brazos y aunque los dejé que colgaran a ambos lados del cuerpo le permití abrazarme. Estaba húmedo pero caliente y a medida que frotaba las palmas de sus manos por mi espalda también yo iba entrando en calor.
“Eres un imbécil”, le dije.
>>Me tomó de la barbilla y me preguntó:
“¿Me perdonas?”
“No sé”.
“Tendré entonces que pedírtelo de rodillas”, dijo mientras descendía. Apoyó las manos en mis nalgas y mirando hacia arriba volvió a preguntarme, “¿me perdona la chiquilla más mimosa?”
“Te perdono, pero no te tenía que perdonar”.
“Así me gusta, que regrese la sonrisa a esos preciosos labios”.
>>Y el muy golfo comenzó a besarme en el vientre y, en cuanto separé un poquito las piernas, en el sexo que se me inflamaba como si fuese a estallar. No esperaba esa sorpresa. Ni tampoco que me supiera tan rica. Como no sabía qué hacer decidí apoyar mis manos en su cabeza y se me escaparon varios gemidos. Cerré los ojos y contraje todos los músculos de mi cuerpecito de anguila, como lo definió mientras nos acercábamos al río. Su lengua exploraba la entrada de mi vagina y acariciaba mi clítoris como si pretendiera derretirme. Mis manos alcanzaron su nuca y presioné. Continuaba gimiendo mientras me derretía.
>>Cuando se incorporó de nuevo nos abrazamos tan fuerte como si pretendiéramos rompernos. Ya no sentía frío. Los rayos de sol impactaban directamente en mi espalda. Me soltó. Se acercó a la mochila y sacó una manta de viaje y una toalla blanca pequeña como las que se utilizan para lavarse las manos. Me reí de él.
“Vaya, esa era la sorpresa que guardabas como si fuera un tesoro. Al menos podías haber elegido una que nos sirviera para secarnos”.
“No la traje con esa intención”:
>>Sin embargo, la acercó a mis pechos y secó las hendiduras, ya casi secas, y jugueteó con mis pezones. Luego extendió la manta a la sombra de un roble, colocó la toalla en el centro y me indicó:
“Vamos, siéntate”. Y mientras me sentaba, “el culo sobre la toalla”.
“¿Para qué?”
“Por si sangras”.
“Rafa, tengo miedo, vas a hacerme daño”.
“Imagino que eres virgen, Pe, no me digas que no sabes que hay que romper el himen la primera vez que se hace. ¿No habláis de esas cosas las chicas?”.
“Sí, y Sandra, una compañera de clase me dijo que se lo había roto su novio y duele”.
“Conmigo no te va a doler”
“¿Por qué lo dices tan seguro?”
“¿Piensas que eres la primera a la que se lo rompo?”.
“No necesitaba esa cochina explicación”.
>>Pero se tendió encima de mí, separándome bien separadas las piernas mientras me peinaba el pelo con las manos y no se cansaba de darme besos en párpados, labios y cuello con caricias tan suaves como si temiera romperme”.

“Te quiero mucho Rafi”, le dije.
“Yo también te quiero, Pe. Y buena prueba de ello es que lo de Rafi solo te lo consiento a ti y cuando estemos a solas. Pero procura relajarte, cariño, no te pongas tan tensa”.
>>Colocó la puntita de su pene sobre mi vagina presionando y relajando la presión como si se tratase de un divertido juego. Debo reconocer que se esforzaba por agradarme. Creo que deseaba tanto como hacerme el amor sentirse orgulloso y que no me arrepintiera nunca de haberme entregado a él. Cuando lo introducía un poquito yo no podía evitar contraerme. Pero lo volvía a retirar y cuando regresaba de nuevo avanzaba otro poco mientras acariciaba dulcemente mi cara y me comía a besos.
“Rodéame con tus piernas”.
>>Lo obedecí y me fue penetrando con tanta ternura que me entraron ganas de darle las gracias. Muy despacio y sin parar de acariciarme.
>> Cuando lo tuve completamente dentro, suspiré porque me alcanzaba una sensación de plenitud maravillosa. Mis brazos ciñeron su espalda.
“¿Te ha dolido?”, me preguntó.
>>Yo moví la cabeza en el sentido que esperaba su lado vanidoso y continuó moviéndose como si los dos formáramos parte de un mismo cuerpo. Se me escaparon varios gemidos y entonces se apoyó en su codos separando su cara de la mía. No dejaba de mirarme fijamente a los ojos y comenzó a moverse a un ritmo más y más rápido. Aunque a veces se detenía sonriendo para decirme cosas del estilo:
“Eres la muñeca más divina que he tenido nunca entre los brazos, Pe”.
...


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