viernes, 6 de febrero de 2015

EL PROFE...


-¡Oh, qué vistas tan preciosas! –exclamé como una simple cuando entramos al salón, un inmenso salón amueblado con muebles de madera que imaginaba caros, dos grandes lámparas de cristal de roca y pinturas en las paredes que parecían originales auténticos. Una inmensa cristalera se abría a la terraza que sobrevuela el edificio mirando hacia un parque que se extiende por el oeste de la ciudad y aproxima lejanas cumbres con nieve en los picos en aquella época del año. Abrió una de las puertas acristaladas y me invitó:

-Vamos, veo que te encantan los paisajes y éste es digno de una chica tan guapa como tú.

Salté muy contenta los dos pequeños escalones que ascendían a la amplia terraza, nos apoyamos los dos sobre el pasamano de la barandilla de cemento y mirando al lejano horizonte repetí mis exclamaciones de admiración. Luego le dije:

-No me esperaba a un catedrático de insti viviendo en un piso tan céntrico y lujoso.
Entonces apoyó su mano en mi hombro como si tratara con una de sus alumnas preferidas a la que explica algún problema de sintaxis y me aclaró:
-En realidad no es mío, sino de mi mujer.
-Qué más da.
-Su padre es uno de esos constructores que se han hecho asquerosamente ricos con la famosa burbuja inmobiliaria. Este edificio lo construyó su empresa y lo puso a nombre de su amada y única hija como regalo de cumpleaños. Ahora lo disfrutamos como otras muchas prebendas que no creas que siempre obedecen a su generosidad. Recauda mucho dinero en negro y necesita darle una apariencia decente, lavarlo, y nos utiliza a nosotros. Pero, ¿qué demonios hacemos hablando de cosas tan poco agradables?
-Tú, ¿estás enamorado de tu esposa?
-Si te refieres a si la quiero, he de decirte que le tengo cariño. Si no fuera así, no le hubiera enviado el ramo de flores, ¿no crees?

Cuando se refirió al ramo de flores apretó un poco más mi hombro para acercarme a él y, aunque mis sentidos se alborotaron un poco, procuré comportarme como una chica tranquila que controla sus impulsos y permanecimos unidos mirando al crepúsculo donde ya se ocultaban los últimos rayos de sol.
-Hay maridos que envían flores a sus esposas precisamente para disimular que no las quieren –le dije, mirando a sus ojos negros que a su vez me miraban como si fueran a licuarse al contacto con los míos-, o que las están engañando con otras. Conozco casos.
-Creo que será mejor que entremos. Empieza a refrescar y no me gustaría que te resfriaras por mi culpa.





Le sonreí y, mientras liberaba mi hombro, las yemas de sus dedos rozaron –creo que intencionadamente- en mi cuello y, sin que la sintiera apenas deslizarse columna abajo, la mano se apoyó en la zona lumbar de mi espalda como si considerase imprescindible esa ayuda para acceder de nuevo al salón.

Luego me dio un beso en la mejilla. Nos miramos. Me ruboricé. Se quitó la corbata y la chaqueta del traje y me invitó a que me sentara en un amplio tresillo tapizado en cuero de cálidos tonos marrones con reposapiés en el asiento de la izquierda, mientras se dirigía al magnífico vestidor que antecede a su dormitorio. Y, por el tiempo que tardó, imagino que también al baño.
-Ponte cómoda –dijo-. Si te apetece, te puedes descalzar los zapatos y estiras un poco las piernas. Te sentará de maravilla después de una jornada, imagino que de duro trabajo.
-Oh, gracias –le dije, pero declinando su amable invitación porque no consideraba correcto tumbarme como una fresca. Y tampoco me sentía tan cansada.

Al quedarme sola me entretuve observando las bonitas pinturas que adornaban las paredes. Incluso me levanté a curiosear. En una de ellas, que representaba el busto desnudo de una hermosa mujer sosteniendo en la mano un abanico con el que se cubre los senos, podían leerse los trazos, sin duda auténticos, de la firma de Zuloaga. “Vaya con el profe, se ve que el suegro lo considera buen partido para su hija”.
A su regreso, con los dos botones superiores de su camisa ya desabotonados insinuando un pecho firme, bronceado y sin un pelo bajo una fina cadena de oro, conectó el equipo musical a un volumen casi inaudible. Música sinfónica, como tendría ocasión de susurrarme a los pocos minutos al oído. En concreto Romeo y Julieta de Berlioz.

Yo me había sentado de nuevo muy formalita en el sillón... 

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