jueves, 5 de febrero de 2015

EL PROFE DE LENGUA

No me había atrevido a confesarle a Leo toda la verdad pues, aunque por increíble que parezca llevaba meses sin mantener relaciones sexuales, poco tiempo antes de conocer a la amiga del alma con quien acabaría compartiendo piso, me había acostado un par de veces con un cliente de la floristería donde trabajaba.

Por cierto, un hombre educado, de metro noventa, cuarenta y pocos años y guapo guapo a rabiar. Algunas canas en las sienes que le conferían un aire de hombre maduro pero muy interesante. Y cuando te miraban sus profundos ojos negros transmitía tal sensación de seguridad y dominio que casi te animaba a rebelarte por miedo a caer en sus redes a la mínima.

Según me comentó, enseñaba lengua y literatura en un instituto. Vestía con una elegancia que no se espera en un profe (“catedrático”, matizó. “Perdona”, le dije. “No te preocupes, son matices que carecen de importancia”): un impecable traje azul marino, camisa blanca, zapatos de piel auténtica y corbata de seda a juego con traje y camisa. Había requerido mis consejos sobre el tipo de flores que pretendía enviarle como regalo de cumpleaños a su esposa, también profesora que, según me informó, se encontraba disfrutando de una beca en algún lugar de Alemania (¿puede que Heidelberg?).

En un principio me sentí incómoda con sus requerimientos y le dije que se trataba de un regalo muy personal.

Pero consiguió involucrarme. Era de ese tipo de hombres que parecen extremadamente tímidos y, en cambio, hablan con una delicadeza que gusta escucharlos porque sus palabras no sólo suenan bien sino que te acarician los oídos y seducen con una magia a la que no resulta sencillo resistirse.
Terminé preparando uno de los ramos más hermosos que se le pueden enviar a alguien. Su sonrisa de gratitud lo confirmaba. Y después de haberle dedicado más tiempo del razonable para realizar una venta, dijo que le encantaría invitarme a un café.

-No acostumbro a alternar con clientes –le respondí con una inesperada voz de estúpida.
-Disculpe si he sido tan torpe como para transmitirle una impresión equivocada –me respondió-. Parece usted la típica persona con la que se puede mantener una interesante conversación y me hubiera gustado comprobarlo, intercambiar algunas palabras y, por qué no, disfrutar el privilegio de conocerla. No resulta fácil encontrarse en estos tiempos con personas que le transmitan a uno vibraciones positivas. Y además el gusto exquisito para las flores con que acaba de sorprenderme no me parece un asunto baladí.

Esas palabras me desarmaron. Los colores encendieron mi rostro. Y como tratando de reparar con evidente torpeza mi metedura de pata le dije:

-Bueno, la verdad es que no me importaría que tomáramos ese café. Pero no salgo hasta las ocho.
-A las ocho me tendrá como un clavo esperando a la puerta.
-Pero, por favor, no me sigas tratando de usted.
-De acuerdo, ¿Penélope?
-Penélope.

No recordaba que alguien hubiese pronunciado mi nombre, aunque a la jefa siempre le encantó dirigirme observaciones mientras atendía a mis distinguidos clientes, para que se enterasen de quién llevaba las riendas del negocio.
-Me puedes llamar Alex.

Ni yo misma me explico cómo terminamos aquella noche en su casa después de un simple café en la cafetería que hay en la misma calle en la que él vive y a la que llegamos disfrutando de un largo y ameno paseo.
-Aquí hacen un magnífico café- me explicó.

Sinceramente me traían sin cuidado las habilidades cafeteras de aquel sitio pues, entre otras cosas, no es que me guste demasiado el café. De hecho acabaría tomando una menta-poleo.

Antes, el catedrático se colocó a mi espalda para ocuparse de mi chaqueta. Separó la silla con sus dos manos y luego me la acercó a las piernas para que me sentara. Ese detalle que hoy consideraría anticuado o ligeramente cursi, entonces me gustó. Charlamos, reímos con alguna de sus ocurrencias. Era un tipo muy ingenioso. Mientras hablaba, yo no dejaba de mirarle como miraría una fan a su ídolo. Y no me duelen prendas en reconocer que me sentía importante a su lado. La falda que vestía no es una de las minifaldas que suelo ponerme cuando salgo de fiesta, pero sentada se me subía hasta medio muslo y observé que en mi turno de palabra él miraba más a mis piernas que a mis ojos, aunque con discreción para que no me sintiera incómoda. En ningún momento puede decirse que me sintiera incómoda. Quizás porque ocupaban demasiado espacio en mi cerebro otras emociones.
En aquella época no me sobraban amistades en la ciudad en la que apenas llevaba viviendo dos meses. Algunos días me encontraba confusa (en realidad, sola como una perrita abandonada por su dueño). Y lo cierto es que las palabras y los modales de aquel hombre tan guapo y elegante, que se dirigía a mí como si se dirigiese a una reina, me ayudaron a sentirme halagada, protegida y en un punto muy próximo a la excitación. No recuerdo la de veces que hizo referencia a mi belleza pero con expresiones tan variadas que siempre sonaban como si me piropease por primera vez. Yo le sonreí amablemente otras tantas. No me encuentro en el grupo de chicas que se ofenden con las galanterías de los hombres. Aunque me suban los colores y se me ponga un nudo en el estómago.

Me enorgullecía encontrarme un hombre así, tan delicado, tan cariñoso con las mujeres como deduje por las frases que dedicaba a su esposa en la tarjeta que acompañaba al ramo de flores que le enviamos a través de interflora y no pude resistirme a leer, aunque me negaba las consecuencias derivadas de las fantasías que de súbito alteraron mi cabecita loca con explicaciones racionales que me llevaron a creerme la mentira de que solo pretendía demostrarle amabilidad a un cliente que se comportaba conmigo como un auténtico caballero.

El tiempo se nos fue volando. Nos sorprendió la noche entre sus amables galanterías y mis risas con algunas de sus ingeniosas gracias. No creo que mirase el reloj ni una sola vez a pesar de lo maniática que soy con los horarios. Cuando me propuso que subiéramos a su lujoso apartamento yo no dije ni que sí ni que no. Permití que me arrastrara como arrastra la corriente de un río una fina rama de abedul u otro árbol cualquiera...



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