domingo, 8 de febrero de 2015


EMOCIONES ÍNTIMAS

Resultaba hermoso que se dirigiese a mí con aquella ternura y aquellas atenciones como si para cada cosa que me hacía precisara mi permiso: para decirme lo guapa que soy, lo bien que me sentaba la falda que llevaba puesta, los ojos tan bonitos que tengo, para besarme en los labios o quitarme la ropa. Yo colaboré a desnudarme la blusa y bajarme la falda pero la tarea del sujetador se la cedí en exclusiva.

Acarició con infinita dulzura mis senos consiguiendo que se me hincharan, poniéndolos firmes y turgentes. Y mientras se me encendían las mejillas de rubor y entornaba los párpados, deslizó de nuevo su mano en dirección a mi rodilla y al oírme suspirar me sentó sobre sus poderosos muslos.
Un exquisito temblor me sacudió de los pies a la cabeza pero permanecí tan quietecita como una gata a la que acosa un fiero bulldog en una esquina. Eso sí, palpitando hasta las mismísimas entrañas.
Tomó mi copa de la mesita de centro para ofrecerme un último trago y, aunque lo miré con ojos de sorpresa, lo acabaría apurando, como si aquel cóctel fuera a facilitarme unas fuerzas que intuía iba a necesitar mucho antes de lo previsto por la ingenua Penélope.

-¿Quieres emborracharme?
-Es bueno que pierdas el control.
-¿Piensas que me controlo demasiado?
-Menos de lo que esperaba.
Me pasé la lengua por los labios con intención de saborear las gotas de licor y vi cómo, observando ese gesto mío que puede que considerase travieso, también él se encendía, ceñía mi hombro y mi cintura con cada una de sus manos y, mientras se me cerraban de nuevo los ojos, me regalaba el segundo más dulce de los besos.
Permanecimos besándonos hasta que notamos que nos faltaba aire. En realidad era él quien me besaba mientras yo me dejaba besar con aquella sutileza de hombre delicado, tan rica como caramelos o el cóctel que me acababa de beber, permitiéndole los juegos de su lengua en mis encías, en el velo del paladar, en mi propia lengua, en la comisura de mis sexys labios con los que, cuando la sacaba de mi boca, me atreví a succionársela.

Aquello le gustó. Subida a su regazo para acariciarme a entero capricho y besarme también en las mejillas, detrás de las orejas, en las sienes y los párpados que yo entornaba, de nuevo introdujo una de sus manos entre mis piernas con intención de separarlas y acariciarme ya sin obstáculo alguno. “Quítate los pendientes”, me susurró al oído. Le molestaban mis grandes aros para mordisquearme los lóbulos de las orejas. Me los quité y, como no sabía dónde depositarlos, no me importó tirarlos a la alfombra.
Percibí cómo las yemas de sus dedos se humedecían.
Luego hubo de agacharse y yo erguirme para que pudiera lamerme con inenarrable dulzura los pezones.
-Tienes unos pechos muy bonitos.
-Me alegra que te gusten –le dije- porque siempre he tenido complejo de pechos pequeños.
-Pequeños pero preciosos como los de una adolescente.
-¿Das clase a chicas?
-A chicas y chicos.
-¿Años?
-Quince y dieciséis.
-¿No me verás como a una de tus alumnas?
-Las hay que incluso parecen mayores que tú.
-Creo que no se merecen las gracias ese tipo de piropos.
-Las merecen.
-Pues entonces, muchas gracias.
Acercó uno de sus dedos a la carne viva y ardiente de mi sexo. Contraje todos mis músculos y dije, “ay”, mientras introducía la puntita en mi vagina y la rotaba.
-¿Te hago daño?
Negué moviendo la cabeza y mordiéndome el labio inferior. Me estremecía de gusto, arqueaba la espalda como una víbora en posición de ataque y de pronto comencé a besarlo en frente, sienes, pómulos... Y en la boca.
Pero cuando menos lo esperaba porque creo que estaba a punto de alcanzar el éxtasis, decidió que debíamos incorporarnos. Lo miré con cara mimosa sin atreverme a decirle nada.
-No te preocupes -me dijo él al observar mi gesto de cierta decepción-, volverás a recuperar esas bonitas sensaciones.

Me tomó en brazos y me condujo por un amplio pasillo a su dormitorio. Yo avanzaba como flotando, un poquito más alegre que de costumbre gracias al cóctel que me acaba de beber y a las caricias con las que me había deleitado, aferrada a su cuello, acurrucándome en la curva de su clavícula. Volví a besarlo varias veces, lamiendo su barba rasurada que olía a ricas maderas exóticas, puede que también gracias a los prodigios del cóctel que dotaba de alas a mi pudorosa imaginación. Y me sonrió con una sonrisa ya más pícara que dulce...



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