sábado, 14 de febrero de 2015


EMOCIONES ÍNTIMAS

Se lo dije. Le dije que no lloraba de pena, sino de felicidad. Y él, por primera vez en la noche, sonrió, acarició dulcemente mis mejillas con las yemas de sus dedos y, apoyándose en los codos para no lastimarme, aceleró el ritmo de sus embestidas, deteniéndose cuando me llegaba más adentro y girando suavemente sobre mí antes de reiniciar una nueva de serie de penetraciones que me volvían loca de gozo. Tuve que morderme los labios porque aún no me atrevía a chillar, pero me aferré a su cintura con una fuerza que nadie supone en alguien tan flaquita como yo. Me aterraba que pudiera salirse cuando más lo deseaba golpeando y derritiendo mis entrañas. En los escasos momentos que me lo permitía incluso elevaba mi pelvis para sentirlo como si formáramos parte del mismo cuerpo.

-¿Es ésta la chiquilla ingenua con cara de no haber roto nunca un plato?
Yo le respondí apretando con más ganas aún y suplicándole únicamente:
-No pares, por favor, no pares.

Y él continuó poseyéndome como si aquellas palabras mías le hubieran otorgado unos poderes de los que hasta entonces carecía.
Mientras me penetraba una y otra vez saciando mi cuerpo de dicha y plenitud y me conducía al primero de mis clímax, me sentí extenuada como un pajarillo que vuela demasiado alto y luego se precipita al vacío. Solté su cintura y extendí los brazos sobre las sábanas, cerrando de nuevo los ojos para concentrarme en aquellas sensaciones. La romántica Penélope se imaginó los pétalos de las encendidas rosas que habíamos enviado entre los dos a su mujer aquella misma tarde, derritiéndose entre mis piernas y enviando su esencia y aroma hacia un espacio tan íntimo y profundo que resultaba sagrado el deleite en que yo me deleitaba. En que me deleitaba el guapísimo profe de lengua. “Oh, Dios mío”, musité para mis adentros, “que esto no acabe nunca”. Ya completamente abandonada a sus caprichos y hábiles maniobras de amante aunque apoyando todavía mis pantorrillas en la parte posterior de sus muslos incansables golpeando contra mí como si pretendiera partirme en dos.
Por fortuna, las buenas nuevas continuaron regocijándome más allá de lo previsible.

Cuando pensé que había terminado, aunque no recordaba los bombeos de su semen a lo largo de mi vagina porque salía de mi cuerpo en el momento justo en que yo me aproximaba a los límites máximos de excitación, indicó que me colocara de rodillas, a cuatro patas como una perrita. Ansiaba preguntarle los motivos de su abandono, pero antes de que me salieran las palabras comprendí que no pensaba abandonarme. Situado detrás, de pie fuera de la cama, se inclinó y sus manos acariciaron mis senos, luego el vientre y las ingles de las que tiró para que nuestros cuerpos se acercaran.
Ya había recobrado mis bonitas sensaciones previas a su salida cuando sus dedos medio y corazón comenzaron a trazar suaves y pequeños círculos sobre mi inflamado clítoris a la vez que me penetraba hasta muy adentro. Su pene era como él, delgadito pero largo. Desde un principio lo consideré de las dimensiones adecuadas para una chica como yo. Y, sin falso orgullo, puedo presumir de lo certero de mis pronósticos.

Gritamos. Yo, de manera más escandalosa. Después de tantos esfuerzos reprimiendo mis gritos, necesitaba gritar.
Reconozco que los gemidos que salieron aquella noche de mi boca mientras entraba, salía y entraba de nuevo para demorarse el muy pillo buscando puntos sensibles en zonas tan profundas que nunca imaginé que existieran en el cuerpo femenino, me habrían asustado a mí misma si los oigo en labios de otra mujer.
Si alguien o algo no lo remediaban en segundos, iba a estallar de gozo desde el pubis a la cabeza. Los brazos ya no me sostenían y los estiré a lo largo de la cama para agarrarme al borde del colchón. Él, ajeno a mis gemidos, continuaba golpeando contra mis nalgas, no muy fuerte pero con una constancia infinita, generando un sonido rítmico que en uno de mis silencios me gustó como la más adorable de las músicas.

Ya había disfrutado de un primer orgasmo y luego otro cuando lo sentí correrse hasta el fondo de mi vagina y, en cambio, nuevas contracciones me ayudaron a incorporar de nuevo la cabeza, curvando la espalda para sentirlo lo más cerca posible, y chillé y chillé como una auténtica loba antes de desplomarme de bruces sobre las sábanas cuan larga soy, con brazos y piernas muy abiertos.
-Eres realmente deliciosa follando, Penélope.
Me dio un azote de mentirijillas en el culo y me dejó allí tirada, suspirando aún de gozo y agotamiento, para dirigirse al cuarto de baño (imagino que quería confirmarme los exquisitos cuidados de su higiene íntima)...



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