sábado, 7 de febrero de 2015


EMOCIONES ÍNTIMAS...

Él, desde la esquina donde sobre una especie de mesa auxiliar con ruedas reposaban varias botellas de licores, se sirvió whisky con hielo en un vaso largo y me preguntó con un tonillo entre pícaro y cómplice:
-¿Qué le apetece a la señorita?
-¿Tienes refrescos? No acostumbro a beber alcohol.
-Eso es que nunca te han preparado algo tan rico como lo que yo pienso prepararte. Déjalo de mi cuenta.
Y tras regresar de la cocina con una rodaja de lima, hielo picado y lo que me parecieron zumos, los mezcló en su coctelera con al menos dos bebidas alcohólicas.
-Oh, por Dios, no te pases, que quiero llegar a casa por mi propio pie.
Sonrió y a los pocos minutos ya se encontraba a mi lado ofreciéndome el cóctel exclusivo para mí y, en un plato –siempre tan detallista- de loza con el borde de oro, finísimas lonchas de jamón ibérico.
Sabía exquisito. Lo comimos en un periquete, yo con verdadera ansia. Acostumbro a cenar temprano y lo cierto es que me moría de hambre.
-¿Te apetece un poco más?
-Estaba delicioso –le dije-, pero creo… -me tapó la boca y se levantó para prepararnos otra generosa ración sobre varias rebanadas de pan de molde.
Prácticamente me la comí yo sola. Luego acerqué los labios a la bebida.
-¿Qué tal?
-Riquísimo –le dije, y un profundo trago resbaló por mi garganta obligándome a toser y posarlo sobre la mesa -¿Qué le has puesto?, sabe dulce pero muy fuerte. Rasca.
-Un poquito de vodka y cointreau.
-Un poquito… Si serás. Pero bueno, reconozco que sabe rico.
Apuré otro sorbo mientras el profe de lengua me hablaba tomando mi mano entre sus manos, jugando con las puntas de mi melena, colocándome entre los dientes lonchitas de jamón, lo que le permitía rozarme los labios con las yemas de los dedos.
Yo me sentía muy a gusto escuchando los piropos que me dedicaba y recibiendo sus amables atenciones, aunque un poquito tensa, rígida, casi a punto de estallar. Y confundida.
-Reconozco, Penélope, que ya en la tienda me llamó la atención lo guapa que eres, pero nada comparable a la hermosura que irradia tu rostro cuando sonríes o se te humedecen los ojos como ahora.
-Muchas gracias -le dije.
-Creo que te favorece la noche.
-Y yo que me he encontrado con un seductor.
Me agradaba que de vez en cuando el dorso de sus dedos acariciasen la línea de mi mandíbula, pero cuando la introdujo bajo mi melena para apoyarla en la nuca me aparté. No quería transmitirle la imagen de que soy una fresca.
-Prefiero que sigamos hablando -le dije.
-No hay ningún motivo para que dejemos de hablar.
Me ruboricé por segunda vez en la noche. Tomó mi mano entre las suyas y la besó. Y hablamos. Hasta que saciada, tras haber dado buena cuenta del contenido del plato -“buena chica”, dijo, y yo le sonreí- mi cuerpo comenzó a relajarse como si entrara en una nueva fase de sensaciones, flojo, blando, maleable como una barra de plastilina. Cuando alcanzó de nuevo mi nuca intentando ceñirme, mi cabeza se apoyó en su hombro.
Recuerdo que entonces su otra mano se posaba en mi muslo y me subía la falda. Sólo unos centímetros, aunque suficientes para que una sacudida de deseo recorriera mi cuerpo. Me licuaba. Aún pretendí juntar las piernas, pero no opuse otras resistencias cuando porfió por separármelas. Creo que se me cerraron los ojos, pues ya no vi sus labios acercándose a los míos para besarlos. ¡Nuestro primer beso!
Las manos, mis temblorosas manos permanecieron inmóviles sobre mi propio vientre mientras la suya seguía ascendiendo hasta alcanzar el borde de mis finas braguitas. No me importó ofrecerle la boca para que pudiera introducirme la lengua como pretendía (“¡santo cielo!, Penélope”, me pregunté, “pero, ¿qué haces, cuando lo único a que aspirabas era a una breve y agradable conversación con el catedrático de literatura, tal vez sobre tus libros y autores favoritos?”). Pero en dos segundos deseché esa pregunta. Por estúpida. E inadecuada a todas luces, considerando las tiernas sensaciones que me embriagaban. Sensaciones de calor, hormigueo, abandono, relax, como si una corriente de agua me impulsara hacia una orilla virgen de arena húmeda y caliente bajo los primeros rayos del sol.
Tras el beso, me miró y dijo:
-Qué rica estás, Penélope.
Bueno, en realidad lo que dijo fue, “qué rica eres y qué buena estás”. Y a mí me puso muy contenta que a un caballero tan elegante, maduro y guapo, le gustara alguien como yo, más bien flaca y con poco pecho, aunque reconozco que mis piernas son bonitas y mis grandes y carnosos labios confieren a mi cara de ingenua un toque pícaro que gusta mucho a la mayoría de los hombres. Uno de sus dedos presionó en la entrepierna sobre mis bragas. Muy suave...


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