lunes, 2 de febrero de 2015

EMOCIONES...


...
PRIMERA NOCHE JUNTOS

Cuando aquella maravillosa noche llegamos a su apartamento, Leo giró la llave en el bombín de la cerradura de la puerta con sigilo, como si irrumpiéramos en propiedad ajena, apoyó una de sus manos en mi espalda para invitarme a pasar y, antes de decidirse a encender la luz, nos detuvimos en el pasillo bajo una humilde copia de “Los girasoles” de Van Gogh, una frente al otro.
Nos miramos y sus ojos despedían fuego, una codicia por poseerme que no hacía nada por disimular. Imagino que yo lo miraba con carita de mimosa, porque fue eso lo que dijo:
-Penélope, tienes una mirada tan dulce que le entran a uno ganas de comerte.
Le sonreí. Su mano había descendido varios centímetros hasta alcanzarme las nalgas.
-Tienes la falda húmeda –dijo.
-¿Qué esperabas?
Soltó el botón que la ceñía, bajó la cremallera y me la quitó. Pero no para doblarla cuidadosamente sino para arrojarla al suelo como si fuese un estorbo.
-¡Leo! –exclamé, y mis ojos se cerraron.
No supe reaccionar. Los nervios que se habían instalado en la zona alta de mi estómago, se convirtieron de súbito en inquietas hormigas danzando por el amplio espacio entre pubis y garganta y permanecí completamente inmóvil mientras la misma mano que me había dejado desnuda de cintura para abajo se colaba bajo el ribete de mis suaves braguitas de seda y acariciaba zonas muy suaves de mi piel. Me situé de puntillas y separé las piernas. Entonces me apoyó contra la pared, secó con las yemas de sus dedos libres el agua que me humedecía las cejas, colocó mis brazos de modo que colgaran de su cuello y tirando con la otra mano hacia arriba de mí, me besó.
Cuando paramos de besarnos se me escaparon varios suspiros encadenados. Me sentía sin fuerzas, pero muy excitada.
Leo no era de los que se andan con remilgos cuando desean a una chica. Mientras nos besábamos desabotonó los botones bien abotonados de mi chaqueta, me levantó la blusa y, en menos de diez segundos, liberó mis pechos de la presión del sujetador, el mismo sujetador con doble fila de corchetes que en varias ocasiones había requerido la ayuda de mi compañera de piso para soltarlo.
Se me quedó mirando con cara de sorpresa y una cierta congoja me encogió el estómago. Tengo los pechos pequeños y temí que no fueran a gustarle. Sin embargo, lo que le oí decirme fue:
-Oh, Pe, vaya pechitos preciosos.
Y acto seguido comenzó a besarlos y morderme los pezones, que se me pusieron duros. Deseaba que me poseyera. Allí, en el mismo pasillo donde se desataron de súbito todas mis emociones para convertirme en una conejita en celo. Pero tras besarlos, se incorporó, me traspasó con su poderosa mirada y me invitó a movernos.
Prácticamente desnuda y casi tiritando de frío, apoyó una de sus manos en mi cadera mientras nuestros torpes pies tropezaban o se pisaban y a punto estuvimos de caernos. Quiso tomarme en brazos pero me negué. Prefería caminar trastabillándonos, cogidos por la cintura, riendo como bobos e intercambiando besos que parecían robados.
-Nos vamos a matar –le dije en broma.
-Me encantaría que me mataras, pero con las armas que yo elija.
-En esas condiciones, prefiero que me mates tú.
-Descuida –me dijo sonriendo de la manera más bonita que se puede sonreír-, te voy a matar.
Sin embargo, llegamos a nuestro destino sanos y salvos, aunque un poco sofocados, respirando con esfuerzo y mi pobre corazón, que no acababa de adaptarse a las nuevas exigencias, a punto de salirse por la boca. Recuerdo que cuando entramos en su dormitorio me quedé entre sorprendida y contenta mirando la cama. Nunca había visto una cama tan grande. Imágenes veloces de lo que me esperaba allí cruzaron por mi mente e imaginé aquella habitación con cuanto contenía (incluidos los vulgares elementos decorativos), la antesala de los jardines del edén (comprendo que exagero –hoy, aquella noche no exageraba en absoluto-).
Una de las paredes se cubría de arriba abajo con espejos instalados, sin duda, con algún pícaro propósito por el granuja de Leo. Me atreví a preguntarle. Y su respuesta provocó que siguiéramos riendo como auténticos idiotas.
-Yo nunca me hubiese arriesgado con este tipo de decoración –le dije.
-¿Por qué no?
-Me parece un poco atrevida.
-¿Quieres decir hortera?
-Esa no es la palabra. Diría que eres un chico al que le encantan los riesgos.
-¿Cómo psicóloga?
-Como mujer. Las mujeres contamos con un sexto sentido para estas cosas.
Procuraba que la respuesta sonara simpática en mis labios, poniendo en práctica mis buenos modales, mi astucia femenina. Pero no creo que en aquellos momentos lo que le preocupase a él fuera mi opinión sobre su sentido de la estética decorando interiores...



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