miércoles, 11 de febrero de 2015


EMOCIONES...

Luego nos miramos, me recogió el pelo detrás de las orejas y apoyó mi cara en su pecho mientras me acariciaba la melena y yo lo ceñía por la cintura. Podría haberme retirado a causa del sonrojo cuando comprobé cómo su miembro crecía y continuaba poniéndose duro bajo la presión de mi abdomen, pero, como no alcanzaba a verme los colores, seguí apretando y apretando (¡fuerte!, ¡muy muy fuerte!)), como si pretendiera demostrarle todo mi cariño, aunque lo que deseaba era otra cosa. Hasta que elevando mi barbilla volvió a besarme y decidió que debíamos separarnos.
Es precioso. Y delicado”, pensé. “Y me desea”. Me sentía muy emocionada.

Las yemas de sus dedos aún trazaron un semicírculo a lo largo de mi frente, sien y mejilla. Me atreví a elevar la cabeza para mirarlo. Con ojitos húmedos que imagino revelaban tanta sorpresa como súplica mientras deliciosas hormigas revoloteaban en mi estómago, alcanzando en segundos la delicada zona del pubis y los pliegues de mis labios mayores. Todo mi cuerpo era un volcán en erupción. Me tomó de la mano como se haría con una niña que se conduce por una senda sinuosa u oscura y dijo:
-¿Vamos?

El corazón me latía tan fuerte que no pude responderle. Eso sí, avancé a su lado hasta situarnos al borde de la cama. Flexioné las rodillas para que pudiera tomarme en brazos, y me depositó con la delicadeza que un orfebre colocaría en su expositor la más preciada de las joyas, sobre aquella cama de matrimonio (una cama de estilo antiguo con barrotes de bronce) que compartiría con su mujer -a la que en un alarde de masoquismo quise imaginarme guapa, sensual y elegante como una modelo-. Si me preguntan juraría que entraba en el paraíso.
Aún me ayudó a colocarme en la postura que le apetecía tomando mis hombros entre sus manos, y luego me separó las piernas, me recorrió uno de los muslos hacia arriba y con las yemas de sus dedos separó los pelitos de mi pubis como si se tratara de una maniobra necesaria antes de penetrarme. Cerré los ojos y me mordí un labio.
-Eres preciosa, Penélope.

Apenas si podía moverme cuando todo mi interior se agitaba en un auténtico torbellino. Pero entorné ligeramente los párpados para sonreírle. Permanecía de pie, mirándome con increíble expresión de deseo.
Ya tendida sobre la finísima sábana, me besó en la frente, luego en la base del cuello y en los hoyos de mis clavículas.
Las suaves sensaciones y el orgullo por lo que me estaba sucediendo no paliaban la falta de aire y comencé a inspirar profundo (muy muy profundo).
Completamente inmóvil, salvo las paredes de mi tórax que se expandían a cada bocanada, percibí la punta de su dedo índice acercándose de nuevo a mi sexo y presionando sin introducirse en mi vagina que, en cambio, se abrió como las valvas de una ostra. Los ojos se me volvieron a cerrar y se me escapó entre dientes, otro de mis débiles “¡ay!”, porque no sabía qué decir, o puede que quisiera usarlo de contraseña para indicarle que podía avanzar con ese dedo, que me había gustado mucho cuando me lo introdujo en el salón. Pero el muy listo, en lugar de metérmelo, acarició en círculos realmente mágicos sobre mi clítoris, que percibí cómo crecía obligándome a moverme hacia arriba de puro gusto.
Se había situado con ambas rodillas a mis costados. Descendiendo su boca hasta mi oído susurró cuánto me deseaba y también dijo:
-Me encantan las chicas que sabéis disfrutar.

Al oírlo abracé instintivamente con todas mis fuerzas su cuerpo alto y esbelto que casi flotaba sobre mis muslos, mi vientre, rozando con su tibia piel en mis pezones que volvieron a ponerse tan duros y sensibles como cuando le había soltado la cadena del cuello. Rodeé sus piernas con las mías y, mientras me penetraba con una delicadeza propia de los ángeles, se me escaparon las lágrimas.

-¿Qué sucede, cielo? –me preguntó-. No llores-, pensando que lloraba porque me sentía dolida o poco satisfecha con su manera de amarme, cuando en realidad lloraba de alegría recordando los meses que llevaba sin mantener relaciones sexuales con un hombre y dándole las gracias a Dios porque aquel catedrático de finos modales masculinos supiera lo que debe hacerse con una chica para que se sienta feliz. Completamente feliz...

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