lunes, 16 de febrero de 2015


EMOCIONES...

En segundos, sin embargo, regresó junto a mí, se tendió en la cama, me tomó por la cintura y, colocándome amorosamente sobre su cuerpo (peso como una pluma) me estuvo besando con besos de los más cariñosos que haya recibido (incluyendo los besos en la infancia de mi cariñosa mamá), hasta que saciada de besos y caricias consideré que había llegado la hora de irme.

Se le veía también completamente rendido y no insistió para que me quedara, aunque se levantó para acompañarme hasta el salón donde mi ropa se esparcía sin orden por el suelo. Mientras contemplaba cómo me vestía, comentó de nuevo lo apasionada y encantadora que soy y que nunca había disfrutado con nadie como conmigo. Lo creí, pero no pude evitar una pregunta traviesa.
-¿Ni con ella?
-Ni con ella.
Y entonces me acerqué para colgarme de su cuello, me puse de puntillas y le estampé un encendido beso en los labios.

No se lo esperaba. Y le gustó. Permanecía desnudo e imagino que no pudo evitar que su pene hendiera el vaporoso tejido de mi falda que inmediatamente me subió por detrás, arrebujándola en la cintura. “Dios mío”, pensé, “por qué me habré mostrado tan impulsiva”, aunque en el fondo me sentía encantada con su respuesta.
Me arrastró unos pasos para apoyarme el culito sobre el cuero del respaldo posterior del sofá y, como aún no me había vestido las braguitas, me tomó de los muslos con sus presurosas manos y, tras elevarme unos centímetros, me penetró sin otros preliminares. Con un golpe seco y único.

Entonces sí grité sin reprimirme, completamente embriagada, como si me encontrase tendida en un campo de azucenas inhalando sus ricas fragancias, tan intensas en medio de la noche. Mi cuerpo, en el que entraba con prisa, ardía, rojo y azotado por bruscas convulsiones. Ceñí su cintura con mis piernas. Mis manos colgadas de su cuello. Y las suyas presionando en mi culito que amenazaba con derretirse con cada una de sus embestidas.
Terminamos en apenas dos minutos, uno de esos polvos rápidos y apresurados que también era nuevo para mí, y juro que me encantó porque en ese momento tampoco me lo esperaba y, aunque se corrió un poquito pronto para mi gusto, no sólo me llenaba la dulce gratificación de proporcionarle tanto placer sino que me sentía verdaderamente dichosa. Además aquella noche me apetecía sentirme tan deseada por un hombre que consideraba por encima de mí en numerosos aspectos.
Mientras me ponía las bragas, lo miré, desnudo y hermoso a un palmo de mis narices, y de nuevo me subieron los colores y me invadió una incómoda pero agradable sensación de vergüenza por haberme comportado desde un principio como una auténtica viciosa con él. “¡Dios mío”, quise decirle, “yo no soy así”. Pero solo le dije:
-Ahora sí que me voy.

Nos despedimos ya cerca de las primeras luces del crepúsculo, casi en silencio, sin promesas de nuevas citas. Se ofreció para acercarme a casa en su coche, un biplaza deportivo en el que me sentaría a la tarde siguiente, pero le dije que gracias, que no era necesario.
-Si quieres te puedes quedar a dormir. Conmigo. O en una cama para ti sola.
La que movía ahora la cabeza en sentido negativo era yo, aunque sonriéndole para transmitirle lo contenta que estaba.
Como se me había pasado el efecto del cóctel y mi femenina excitación se encontraba perfectamente satisfecha, me planteé que lo mejor para una chica de veintitantos años que a todo el mundo parece mucho más joven era olvidarse de aquel hombre casado que casi me doblaba la edad y que, como mucho en unas semanas, recibiría con ostensibles muestras de cariño a su adinerada y bella esposa.
Nos besamos en los labios a la puerta de su lujoso apartamento, me palmeó el culito –algo que le encantaba, por lo visto- y bajé corriendo las escaleras.
De algún modo, prefería ese tipo de despedida...



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