sábado, 21 de marzo de 2015


EMOCIONES ÍNTIMAS.


Imagino que mi hipófisis provocó una descarga exagerada de endorfinas. Pero, gracias a Dios, estaba redescubriendo la auténtica lujuria.
Mi madre tenía por costumbre leerme pasajes de la Biblia cuando yo era niña mientras porfiaba para que comiese la merienda que siempre me negaba a terminar, y de pronto acudió a mi memoria una de aquellas imágenes y sus consejos sobre las tentaciones de la carne y sus peligros, “nadie camina sobre las brasas sin que sus pies se quemen”, y aunque ese recuerdo encendiera algunos colores en mi rostro, chillé como una auténtica loca: “¡Oh, cielos!, ¡soy inmune!”.
-¿Eres…

Una de mis muñecas soltó el pañuelo que la sujetaba y, aunque a la mañana siguiente comprobaría una rozadura tan marcada que es posible que saliera sangre, entonces tampoco me dolió e incluso con aquella mano libre arañé sus nalgas a lo salvaje, hasta que lo obligué a gritar y nuestras respectivas pelvis chocaron con el ímpetu de dos trenes que circulan en dirección contraria por la misma vía.
A los pocos segundos él mismo me soltó la otra y lo abracé y le dije al oído que me mantuviera los pies atados, que ni se le ocurriera moverse de encima de mí.
Pero se movió.
Desobedeciendo todas mis indicaciones comenzó a liberarme los tobillos.
-¿Por qué lo has hecho? –le pregunté, con la voz más mimosa que me he oído nunca.
-Ahora quiero que me ates tú.
-¡Pero qué dices…! –exclamé verdaderamente sorprendida.
-Es lo justo.
-No considero justo atar a nadie.
-Sólo quiero que compruebes lo que se siente desde la posición de dominio.
-Te equivocas. A mí no me interesa en absoluto conocer lo que se siente dominando a otros.
-Entonces, te lo solicito como un favor –y añadió una dulce caricia en mis labios.

Me daba mucha vergüenza complacer sus caprichos, que en casi todos los casos me parecieron extravagancias o simples groserías. Pensé negarme. A todas y cada una. Pero cuando tras anudarle tobillos y muñecas –creo que sin demasiada firmeza, vamos, que hubiera podido zafarse si hubiera querido- a los barrotes de la cama, me pidió con su voz de profe a la que no sabía negarme, que me colocara sobre la cama con cada uno de mis pies a sus costados, un súbito hormigueo me recorrió piernas y estómago. Una sensación muy placentera, aun en contra de todas mis previsiones. Lo que no esperaba (¡lo juro!) es que el muy cochino fuese a pedirme lo que me pidió. Pero después de unos instantes de duda, sin haber acudido al baño nada más que a lavarme desde primeras horas de la noche y notablemente excitada con sus argucias y bien elegidos piropos, me resultó menos difícil complacerlo y que el esfínter de mi uretra se relajara y el pis acumulado durante tantas horas en mi vejiga cayera sobre su rostro mientras se relamía como un perro y las inmaculadas sábanas de seda sobre las que ya entonces me entraron serias dudas de que volviera a reclinarse su dulce esposa, se fueron cubriendo de feos lamparones amarillos.
-Agáchate –me pidió.
Y yo, dócil y sumisa, me agaché...



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