miércoles, 11 de marzo de 2015


NUEVAS EMOCIONES

Yo agitaba las caderas desesperadamente, elevaba el culito y chillaba o me mordía los labios mientras me llamaba idiota y prometía que si lograba sobrevivir a mi aventura con el refinado profesor nunca jamás volvería a fiarme de nadie. El muy cerdo puso música a un volumen casi inaudible. Pensé en música clásica, pero muy pronto sonaron los primeros compases y el inquietante lalalalala de la banda sonora de La Semilla del Diablo. A continuación volvió a acercarse a la cama. Se sentó a mis pies, comprobó con una de sus manos la firmeza de los nudos que sujetaban mis tobillos y al momento percibí la punta del artilugio que manejaba rozando el incipiente vello de mis piernas sin depilar desde quince días antes, abiertas y estiradas como las de un crucificado.

-Oh, no me hagas esto –le rogué procurando recuperar un poco de calma.
Se inclinó hacia mí. Noté que respiraba con dificultad. Olía a perfume. Un aroma penetrante y místico que identifiqué con el pachuli o la corteza húmeda de algún árbol exótico.
A pesar del miedo que empezaban a inspirarme las argucias con que preparaba lo que llegué a imaginar un ritual de orden sádico, ansiaba el tacto de sus dedos -imagino que debido a la tonta suposición de que eso me proporcionaría alguna pista sobre sus verdaderas intenciones-. Pero se cuidó muy mucho de que nuestras pieles establecieran el mínimo contacto.
-Eres un miserable –le dije con un hilillo de voz.

Lo que imaginé una sierra parecida a la que utilizaba el médico para cortar el yeso que inmovilizaba la tibia que me había fracturado cuando con catorce años me quedé sin frenos en la bicicleta bajando una pronunciada pendiente que terminaba en curva, se aproximaba a mis muslos. Di un respingo como si acabara de quemarme la llama de una cerilla. Si hubiese podido habría juntado las piernas. Percibí un ligero roce en el vello del pubis, y entonces el muy canalla dibujó una leve caricia a la altura de mis labios mayores y, con una voz casi amistosa, susurró:
-No tienes que temer, cariño. Disfruta.
Inspiré y expiré todo lo despacio que pude.
Introduciendo sus dedos desgarró las braguitas de su esposa que acababa de ponerme, sin molestarse en bajármelas siquiera.
Me dolió tanto como si fueran mías.
-Desátame, por favor –le suplicaba con lágrimas en los ojos-, haré lo que me pidas.
-Lo harás igualmente.

Las sienes me estallaban, de tensión y de miedo. Y, cuando ya no hubiera soportado otro segundo aquella incertidumbre, buscó mi clítoris y colocó sobre él la sierra eléctrica que portaba en una de sus manos. Mis músculos, mis débiles músculos se contrajeron como si fuera a saltar a la otra orilla de un río. Pero la textura rugosa y el tacto suave (no de sierra, gracias a Dios), me proporcionaron cierta tranquilidad. El muy golfo lo mantuvo allí mientras mi respiración volvía a acelerarse. Luego lo giró varias veces en ambas direcciones y me lo fue introduciendo en la vagina, pero despacio, con la delicadeza y el mimo de sus primeras caricias.
Cuando me oía sollozar, se detenía, y cuando yo callaba –sólo suspirando- lo llevaba un poquito más adentro, pero sin lastimarme.
-Si me lo pides me voy –dijo de pronto en una de las pausas.
-Eres un asqueroso.

Creo que el propio miedo había incrementado mi excitación. Nunca nadie me había masturbado con un consolador y a medida que las sensaciones placenteras se apoderaban de todo mi cerebro me iba relajando para permitirle que actuara a su ritmo y a su gusto –que era el mío-.

Le dije cosas que no digo por muy cachonda que esté. Yo misma llegué a pensar que actuaba bajo los efectos de una droga. Aquel maravilloso pene de látex era aún más largo que el de ya mi querido profe y él me lo metió muy adentro, hasta que alcanzó el cuello del útero, y puede que lo traspasara. Entonces lo hizo palpitar en la punta a un ritmo cada vez más rápido. Yo cerré los ojos y me llevé las manos a la boca para no escandalizarme con los gritos de histérica que me salían sin ningún control. Pero el muy cochino, cuando había logrado conducirme cerca del éxtasis –vaya, cuando me tenía caliente como a una zorrita- lo retiró, preguntándome si me gustaba y, aunque ansiosa, le respondí que mucho, lo arrojó al suelo sin importarle mis jadeos ni la tiritona, provocados por la miserable situación de abandono a que me condenaba sin ningún motivo...

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