EMOCIONES ÍNTIMAS.
Imagino
que mi hipófisis provocó una descarga exagerada de endorfinas.
Pero, gracias a Dios, estaba redescubriendo la auténtica lujuria.
Mi
madre tenía por costumbre leerme pasajes de la Biblia cuando yo era
niña mientras porfiaba para que comiese la merienda que siempre me
negaba a terminar, y de pronto acudió a mi memoria una de aquellas
imágenes y sus consejos sobre las tentaciones de la carne y sus
peligros, “nadie camina sobre las brasas sin que sus pies se
quemen”, y aunque ese recuerdo encendiera algunos colores en mi
rostro, chillé como una auténtica loca: “¡Oh, cielos!, ¡soy
inmune!”.
-¿Eres…
Una
de mis muñecas soltó el pañuelo que la sujetaba y, aunque a la
mañana siguiente comprobaría una rozadura tan marcada que es
posible que saliera sangre, entonces tampoco me dolió e incluso con
aquella mano libre arañé sus nalgas a lo salvaje, hasta que lo
obligué a gritar y nuestras respectivas pelvis chocaron con el
ímpetu de dos trenes que circulan en dirección contraria por la
misma vía.
A
los pocos segundos él mismo me soltó la otra y lo abracé y le dije
al oído que me mantuviera los pies atados, que ni se le ocurriera
moverse de encima de mí.
Pero
se movió.
Desobedeciendo
todas mis indicaciones comenzó a liberarme los tobillos.
-¿Por
qué lo has hecho? –le pregunté, con la voz más mimosa que me he
oído nunca.
-Ahora
quiero que me ates tú.
-¡Pero
qué dices…! –exclamé verdaderamente sorprendida.
-Es
lo justo.
-No
considero justo atar a nadie.
-Sólo
quiero que compruebes lo que se siente desde la posición de dominio.
-Te
equivocas. A mí no me interesa en absoluto conocer lo que se siente
dominando a otros.
-Entonces,
te lo solicito como un favor –y añadió una dulce caricia en mis
labios.
Me
daba mucha vergüenza complacer sus caprichos, que en casi todos los
casos me parecieron extravagancias o simples groserías. Pensé
negarme. A todas y cada una. Pero cuando tras anudarle tobillos y
muñecas –creo que sin demasiada firmeza, vamos, que hubiera podido
zafarse si hubiera querido- a los barrotes de la cama, me pidió con
su voz de profe a la que no sabía negarme, que me colocara sobre la
cama con cada uno de mis pies a sus costados, un súbito hormigueo
me recorrió piernas y estómago. Una sensación muy placentera, aun
en contra de todas mis previsiones. Lo que no esperaba (¡lo juro!)
es que el muy cochino fuese a pedirme lo que me pidió. Pero después
de unos instantes de duda, sin haber acudido al baño nada más que a
lavarme desde primeras horas de la noche y notablemente excitada con
sus argucias y bien elegidos piropos, me resultó menos difícil
complacerlo y que el esfínter de mi uretra se relajara y el pis
acumulado durante tantas horas en mi vejiga cayera sobre su rostro
mientras se relamía como un perro y las inmaculadas sábanas de seda
sobre las que ya entonces me entraron serias dudas de que volviera a
reclinarse su dulce esposa, se fueron cubriendo de feos lamparones
amarillos.
-Agáchate
–me pidió.
Y
yo, dócil y sumisa, me agaché...
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