EMO...
Procuraba
relajarme, inspirando hondo, expulsando el aire con fuerza. Pero me
dolía. No mucho, aunque puede que los nervios incrementaran la
sensación de dolor, pues me siguió penetrando despacio, muy
despacio, y a medida que me penetraba y yo me mordía la lengua para
no chillar, el dedo índice de su mano derecha alcanzó mi inflamado
clítoris y entonces suspiré y dejó de dolerme.
Se
había percatado del momento justo en que recobraba mis sensaciones
placenteras. Por otro lado, nada difícil, oyendo mis gemidos y
viendo cómo mi cuerpo se acomodaba al suyo, procurando mantenerse
firme cuando salía de dentro de mí y acercando mi culito a su
pelvis cuando entraba de nuevo.
-Me
encanta cómo te entregas –dijo- y cómo te estremeces-. Y de
pronto comenzó a golpear como una verdadera bestia, como nunca me
había golpeado en ninguno de nuestros polvos anteriores,
consiguiendo que mis nalgas emitieran sonidos tan escandalosos como
si me estuviese azotando con un látigo. Imaginé que la pastilla
azul contendría alguna droga estimulante.
-Oh,
Alex, sigue.
Ciñó
sus manos a los huesos de mis caderas y me golpeó aún más fuerte.
-Así,
cielo, no pares –le dije pensando que sería incapaz de mantener el
impetuoso ritmo, aunque después de una media hora, casi me
arrepentía de mi súplica, pues ya había experimentado dos
riquísimos orgasmos y se me agotaban todas las energías que había
acumulado durante meses y meses para una ocasión como aquella. De
hecho, tuve que volver a decirle:
-No
puedo más- y me dejé caer de bruces sobre la cama.
Él
se acostó sobre mí, sin sacarme su miembro, que se mantenía duro
gracias a lo que entonces consideré un milagro y las habilidades de
un hombre que sabía tratar a las mujeres con una pericia
inalcanzable para la mayoría de los machos de la tierra.
-¿Qué
te parece ahora el chaval de dieciocho?
Oh,
deseaba jactarse. Mi broma de la noche anterior había herido su
orgullo.
-Bien,
muy bien. Ahora sí –le dije, con tonillo irónico, aunque pronto
rectifiqué-. Bueno, no, no creo que nadie de dieciocho años ni de
ninguna otra edad pueda hacer conmigo lo que me estás haciendo tú.
Lo que me sorprende es que lo haya podido resistir, que aún siga
viva. Menos mal que hemos terminado.
-¿Te
alegras de haber terminado?
-Me
alegro y no me alegro. Comprende que me tienes completamente
destrozada, por dentro y por fuera. Imagino tu esposa lo contenta…
-¡No
menciones a mi esposa!
-Perdóname.
“Seré
estúpida”. Lo había ofendido con ese comentario que reconozco
fuera de lugar dadas las circunstancias.
Ignoro
lo que me sucedió. Percibí cómo se incorporaba para tenderse a mi
derecha y me pedía que le retirase el preservativo. Lo hice. Muy
amorosa, aunque casi llorando por culpa de mi metedura de pata.
Luego
tomé mis braguitas de encaje en rosa con lacito que había vestido
por la mañana al dictado de mi inconsciente cuando mis razonadas
conclusiones me indicaban que no volvería a ver en mi vida al maduro
y caballeroso profe y, tras solicitarle permiso, me dirigí al baño.
Necesitaba lavarme y también cubrirme mis partes íntimas –sin
otros motivos que la certeza de que nuestras raciones de sexo por esa
noche ya nos habrían saciado.
Tras
envolver el condón en un trozo de papel higiénico y depositarlo en
la papelera, me lavé, vestí las bragas y regresé al dormitorio,
convencida de que dormiríamos plácidamente, al menos hasta la
salida del sol...
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