martes, 10 de marzo de 2015

EMOCIONES...

Me sorprendió que me esperase de pie a la puerta del baño. Serio. Mirándome a los ojos como si me odiara. Tomó una de mis manos y con la palma de la otra suya me estampó un sonoro azote en el culo.
-¿Por qué me pegas? –le pregunté, mimosa aún.
-Te lo mereces –dijo, y me azotó de nuevo. Más fuerte.

El profe comenzaba a perder sus buenos modales. Me entraron serias dudas cuando me pellizcó los pechos sin otros motivos que los que impulsan a un sádico, y yo sólo dije, ay. El alboroto en que se habían enmarañado mis neuronas no me facilitaba mejores respuestas. En cambio, cuando volvió a llevarme a empellones hasta la cama y me acostó empujando para que cayera de espaldas, hipé, sorprendida.
Quise recriminarle su violenta actitud pero mi lengua se había inmovilizado.
Es muy listo, vaya si lo es. Cuando observó que se me saltaban las lágrimas, inició de nuevo las caricias -tiernas y dulces-, y sus labios humedecieron los míos como el agua de una fuente.

-Sólo jugabas, ¿verdad? – le pregunté.
Y entonces me quitó las braguitas y me puso con delicadeza unas de su esposa que eran una auténtica preciosidad, en tul de encaje negro transparente con volantes de organza ciñendo el culito. Si intuyo entonces el uso que pensaba darles, me las hubiera quitado para llevármelas como merecida recompensa.
Aunque suene increíble –incluso a mí- comencé a excitarme de nuevo. Él -no es necesario que lo diga-, continuaba empalmado.
Cuando me tenía vestida a su gusto, tensó entre sus manos varios pañuelos de fina seda y me solicitó que le permitiera atarme manos y pies a los barrotes de la cama. Mi corazón, como la gatita a la que persigue un perro, comenzó a saltar a lo loco. Además, me seguía confundiendo que mientras formulaba preguntas sin esperar mi respuesta y me exponía sus lascivas intenciones, no dejaba de acariciarme en la zona interior de los muslos, en las ingles, en el pubis…, con una ternura que me derretía y, aunque hubiera querido decirle que no, como estaba muy contenta desde el detalle de vestirme la carísima lencería de su esposa, únicamente pude decirle que sí.

-Pero no me hagas daño, ¿vale?
-Eso depende.
-¿De qué depende? –dije, como si no me faltaran ganas de seguirle el juego.
-De cómo te comportes. De lo buena niña que seas.
-Soy buena.
-¿Cómo de buena?
-Muy, muy buena.
Ya me había inmovilizado, cuando dijo:
-Eso tendré que decidirlo yo.

El tonillo autoritario de esa última respuesta unido al recuerdo de los azotes en el culo, activaron algunos de mis miedos y de pronto reparé en que me encontraba en la casa de un extraño, alguien a quien no había visto en mi vida, que las apariencias engañan y debajo de ese porte de elegante caballero muy bien podría esconderse un peligroso pervertido. Me entraron serias dudas acerca de si el numerito de las flores y la esposa en el extranjero, no obedecería exclusivamente a una sutil estrategia para ligarme. “¡Dios mío!”, exclamé, sin articular palabra, “no hay en el mundo nadie más simple e ingenua que la inocente Penélope”. Comencé a sudar, ardía y mis brazos y piernas se agitaron golpeando contra el colchón como si esos estúpidos movimientos pudieran librarme de algún peligro. Le dije:
-Por favor, desátame, no me gusta este juego.

Pero entonces apagó la luz. La figura del fantasma en que se había encarnado comenzó a moverse y se acercó al espacio donde se encontraba la cómoda. Las venas de mi cuello latían como disparos. Comprobé cómo tiraba de uno de los cajones y transcurridos apenas dos segundos oí el sonido de lo que me pareció el motor a pilas de una pequeña sierra eléctrica...
CONTINUARÁ...

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