Me
sorprendió que me esperase de pie a la puerta del baño. Serio.
Mirándome a los ojos como si me odiara. Tomó una de mis manos y con
la palma de la otra suya me estampó un sonoro azote en el culo.
-¿Por
qué me pegas? –le pregunté, mimosa aún.
-Te
lo mereces –dijo, y me azotó de nuevo. Más fuerte.
El
profe comenzaba a perder sus buenos modales. Me entraron serias dudas
cuando me pellizcó los pechos sin otros motivos que los que impulsan
a un sádico, y yo sólo dije, ay. El alboroto en que se habían
enmarañado mis neuronas no me facilitaba mejores respuestas. En
cambio, cuando volvió a llevarme a empellones hasta la cama y me
acostó empujando para que cayera de espaldas, hipé, sorprendida.
Quise
recriminarle su violenta actitud pero mi lengua se había
inmovilizado.
Es
muy listo, vaya si lo es. Cuando observó que se me saltaban las
lágrimas, inició de nuevo las caricias -tiernas y dulces-, y sus
labios humedecieron los míos como el agua de una fuente.
-Sólo
jugabas, ¿verdad? – le pregunté.
Y
entonces me quitó las braguitas y me puso con delicadeza unas de su
esposa que eran una auténtica preciosidad, en tul de encaje negro
transparente con volantes de organza ciñendo el culito. Si intuyo
entonces el uso que pensaba darles, me las hubiera quitado para
llevármelas como merecida recompensa.
Aunque
suene increíble –incluso a mí- comencé a excitarme de nuevo. Él
-no es necesario que lo diga-, continuaba empalmado.
Cuando
me tenía vestida a su gusto, tensó entre sus manos varios pañuelos
de fina seda y me solicitó que le permitiera atarme manos y pies a
los barrotes de la cama. Mi corazón, como la gatita a la que
persigue un perro, comenzó a saltar a lo loco. Además, me seguía
confundiendo que mientras formulaba preguntas sin esperar mi
respuesta y me exponía sus lascivas intenciones, no dejaba de
acariciarme en la zona interior de los muslos, en las ingles, en el
pubis…, con una ternura que me derretía y, aunque hubiera querido
decirle que no, como estaba muy contenta desde el detalle de vestirme
la carísima lencería de su esposa, únicamente pude decirle que
sí.
-Pero
no me hagas daño, ¿vale?
-Eso
depende.
-¿De
qué depende? –dije, como si no me faltaran ganas de seguirle el
juego.
-De
cómo te comportes. De lo buena niña que seas.
-Soy
buena.
-¿Cómo
de buena?
-Muy,
muy buena.
Ya
me había inmovilizado, cuando dijo:
-Eso
tendré que decidirlo yo.
El
tonillo autoritario de esa última respuesta unido al recuerdo de los
azotes en el culo, activaron algunos de mis miedos y de pronto reparé
en que me encontraba en la casa de un extraño, alguien a quien no
había visto en mi vida, que las apariencias engañan y debajo de ese
porte de elegante caballero muy bien podría esconderse un peligroso
pervertido. Me entraron serias dudas acerca de si el numerito de las
flores y la esposa en el extranjero, no obedecería exclusivamente a
una sutil estrategia para ligarme. “¡Dios mío!”, exclamé, sin
articular palabra, “no hay en el mundo nadie más simple e ingenua
que la inocente Penélope”. Comencé a sudar, ardía y mis brazos y
piernas se agitaron golpeando contra el colchón como si esos
estúpidos movimientos pudieran librarme de algún peligro. Le dije:
-Por
favor, desátame, no me gusta este juego.
Pero
entonces apagó la luz. La figura del fantasma en que se había
encarnado comenzó a moverse y se acercó al espacio donde se
encontraba la cómoda. Las venas de mi cuello latían como disparos.
Comprobé cómo tiraba de uno de los cajones y transcurridos apenas
dos segundos oí el sonido de lo que me pareció el motor a pilas de
una pequeña sierra eléctrica...
CONTINUARÁ...
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