NUEVAS EMOCIONES
Yo
agitaba las caderas desesperadamente, elevaba el culito y chillaba o
me mordía los labios mientras me llamaba idiota y prometía que si
lograba sobrevivir a mi aventura con el refinado profesor nunca jamás
volvería a fiarme de nadie. El muy cerdo puso música a un volumen
casi inaudible. Pensé en música clásica, pero muy pronto sonaron
los primeros compases y el inquietante lalalalala de la banda sonora
de La Semilla del Diablo. A continuación volvió a acercarse a la
cama. Se sentó a mis pies, comprobó con una de sus manos la firmeza
de los nudos que sujetaban mis tobillos y al momento percibí la
punta del artilugio que manejaba rozando el incipiente vello de mis
piernas sin depilar desde quince días antes, abiertas y estiradas
como las de un crucificado.
-Oh,
no me hagas esto –le rogué procurando recuperar un poco de calma.
Se
inclinó hacia mí. Noté que respiraba con dificultad. Olía a perfume. Un aroma penetrante y místico que identifiqué
con el pachuli o la corteza húmeda de algún árbol exótico.
A
pesar del miedo que empezaban a inspirarme las argucias con que
preparaba lo que llegué a imaginar un ritual de orden sádico,
ansiaba el tacto de sus dedos -imagino que debido a la tonta
suposición de que eso me proporcionaría alguna pista sobre sus
verdaderas intenciones-. Pero se cuidó muy mucho de que nuestras
pieles establecieran el mínimo contacto.
-Eres
un miserable –le dije con un hilillo de voz.
Lo
que imaginé una sierra parecida a la que utilizaba el médico para
cortar el yeso que inmovilizaba la tibia que me había fracturado
cuando con catorce años me quedé sin frenos en la bicicleta bajando
una pronunciada pendiente que terminaba en curva, se aproximaba a mis
muslos. Di un respingo como si acabara de quemarme la llama de una
cerilla. Si hubiese podido habría juntado las piernas. Percibí un
ligero roce en el vello del pubis, y entonces el muy canalla dibujó
una leve caricia a la altura de mis labios mayores y, con una voz
casi amistosa, susurró:
-No
tienes que temer, cariño. Disfruta.
Inspiré
y expiré todo lo despacio que pude.
Introduciendo
sus dedos desgarró las braguitas de su esposa que acababa de
ponerme, sin molestarse en bajármelas siquiera.
Me
dolió tanto como si fueran mías.
-Desátame,
por favor –le suplicaba con lágrimas en los ojos-, haré lo que me
pidas.
-Lo
harás igualmente.
Las
sienes me estallaban, de tensión y de miedo. Y, cuando ya no hubiera
soportado otro segundo aquella incertidumbre, buscó mi clítoris y
colocó sobre él la sierra eléctrica que portaba en una de sus
manos. Mis músculos, mis débiles músculos se contrajeron como si
fuera a saltar a la otra orilla de un río. Pero la textura rugosa y
el tacto suave (no de sierra, gracias a Dios), me proporcionaron
cierta tranquilidad. El muy golfo lo mantuvo allí mientras mi
respiración volvía a acelerarse. Luego lo giró varias veces en
ambas direcciones y me lo fue introduciendo en la vagina, pero
despacio, con la delicadeza y el mimo de sus primeras caricias.
Cuando
me oía sollozar, se detenía, y cuando yo callaba –sólo
suspirando- lo llevaba un poquito más adentro, pero sin lastimarme.
-Si
me lo pides me voy –dijo de pronto en una de las pausas.
-Eres
un asqueroso.
Creo
que el propio miedo había incrementado mi excitación. Nunca nadie
me había masturbado con un consolador y a medida que las sensaciones
placenteras se apoderaban de todo mi cerebro me iba relajando para
permitirle que actuara a su ritmo y a su gusto –que era el mío-.
Le
dije cosas que no digo por muy cachonda que esté. Yo misma llegué a
pensar que actuaba bajo los efectos de una droga. Aquel maravilloso
pene de látex era aún más largo que el de ya mi querido profe y él
me lo metió muy adentro, hasta que alcanzó el cuello del útero, y
puede que lo traspasara. Entonces lo hizo palpitar en la punta a un
ritmo cada vez más rápido. Yo cerré los ojos y me llevé las manos
a la boca para no escandalizarme con los gritos de histérica que me
salían sin ningún control. Pero el muy cochino, cuando había
logrado conducirme cerca del éxtasis –vaya, cuando me tenía
caliente como a una zorrita- lo retiró, preguntándome si me gustaba
y, aunque ansiosa, le respondí que mucho, lo arrojó al suelo sin
importarle mis jadeos ni la tiritona, provocados por la miserable
situación de abandono a que me condenaba sin ningún motivo...
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