Mientras ordeno el abundante material de mi entrevista con Penélope, quiero hablar de épocas apasionantes de su vida, ya un poquito mayor, recién terminada la carrera y cuando busca emociones más y más íntimas.
I
Después
de un tiempo que siendo benévola puedo considerar bastante movido
tanto en lo que se refiere a mis tempranas experiencias afectivas
como sexuales, mi vida experimentó un brusco cambio los últimos
años de carrera. Comencé a centrarme en mis estudios, apenas salía
de fiesta con las amigas ni con chicos y la Penélope tímida y
prudente comenzó de nuevo a regir mis destinos.
Creo
que influyeron en ese cambio de actitud el divorcio de mis padres, la
decepción al sentirme abandonada por Jose Luis, después de una
turbulenta pero apasionada relación, y puede que también la
tendencia innata de mi carácter a la melancolía.
Una
vez conseguido el título de psicóloga me pasé dos largos y
tediosos años preparando los exámenes de acceso al P.I.R. y, tras
sendos fracasos, decidí ponerme a trabajar de dependienta en una
floristería. Tuve la inmensa suerte de encontrar una chica tan
encantadora como Raquel para compartir piso.
Raquel
trabaja de enfermera a turnos en un hospital y, aunque contaba con
sus propias amigas, congeniamos tan bien que de vez en cuando
salíamos de copas y no se cansaba de animarme viendo lo que ella
definía como “lo aburrida que soy”.
-No
soy aburrida, Raquel. Es que me encuentro en una etapa de mi vida en
que no me apetecen las fiestas.
-¿Con
veintitantos años no te apetecen las fiestas?, cielo.
Le
sonreí.
La
mayoría de las veces accedía a sus amables invitaciones.
Me
encontraba con ella cuando conocí a Leo.
Aunque
no puedo considerarme una puritana ni tampoco alguien que pone
demasiado énfasis en que sus principios no colisionen con su pasión,
me había propuesto que si volvía a salir con un chico habría de
ser alguien que además de complacer mi cuerpo y mis sentidos, me
llegase al fondo del alma. Vamos, que sintiese verdadero amor hacia
él. Por eso quise que quedara perfectamente delimitado desde un
principio el terreno en que iban a desarrollarse nuestras relaciones.
-Eres
curiosa, ¿verdad?
-¡No
soy curiosa!
-Entonces,
¿a qué vienen ese tipo de preguntas?
-Leo,
necesito convencerme de que no buscas una simple aventura, que
pretendes algo más que acostarte de vez en cuando conmigo y que
hagamos el amor.
-¿No
te gusta cómo hacemos el amor?
-Me
gusta.
-¿Cuánto?
-Mucho,
mucho, mucho. Pero no quiero convertirme en una… En una de esas
amigas….
-¿Folla-amigas?
-Eso,
no quiero convertirme en tu folla-amiga.
-Entonces
no te preocupes, me encantan las folla-amigas, pero también las
chicas que tienen claro lo que quieren.
-Pues
elige -le pellizqué los abdominales, mientras me acurrucaba como una
gatita mimosa, descansando mi cabeza sobre su fuerte pecho desnudo-.
Necesito conocer la clase de hombre a quien estoy a punto de abrirle
las puertas de mi corazón -le dije-. ¡No te rías! Me cortejas…
-Oh,
¿sigue existiendo esa palabra?
-Me
invitas a cenar, me traes a tu casa y nos amamos como a una chica le
gusta que la amen.
-Vaya,
menos mal que te gusta cómo “te amo”.
-
En serio, Leo, intuyo que nuestra relación... Vamos, que me estoy
enamorando de ti, aunque te considere un poquito gamberro.
Recuerdo
que empezaba a amanecer. Habíamos pasado una de las noches más
maravillosa de mi vida. Al menos de los últimos años. Me miró a
los ojos y mientras me estrechaba por la cintura, acarició mi
encendido rostro con su otra mano y nos besamos. Después de los
besos, me dijo:
-Yo
también te quiero, preciosa.
-¿Me
lo vas a contar? - le pregunté.
-Si
insistes.
-No
me gusta liarme con hombres casados, que lo sepas.
Aquella
primera noche que compartimos como comparten dos bocas un mismo
dulce, no es que se mostrara demasiado explícito, sin embargo sus
alusiones a quien no me acostumbro a referirme por otro nombre que
doctora Gwendoline me ofrecían sobradas pistas de que la relación
con la mujer con quien Leo había cometido el error de casarse, no es
que se encontrara en dificultades o una de esas etapas que se
conceden algunas parejas para comprobar si pueden vivir el uno sin el
otro, sino a punto de romperse en mil pedazos.
No
acostumbro a alegrarme del mal ajeno. Pero mentiría si digo que no
me alegré...
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