La
noche que nos conocimos –no la que nos acostamos- yo conversaba con
amigas de Raquel -y ya mías- en un bar que pone la música a un
volumen aceptable para mantener conversaciones y Leo se fijaba
descaradamente en mí. Cuando nuestras miradas coincidían,
sensaciones entre tiernas y excitantes me palpitaban en la boca del
estómago.
-¿Cómo
dices?
-No
te hagas de nuevas, guapa, te come con los ojos.
Me
considero pudorosa y, aunque me guste un chico, me cuesta
transmitirle ese tipo de información. Pero pronto comprendí que
aquel no era de los que precisan que una se insinúe. Justo cuando
regresaba del baño se me acercó de un modo absolutamente descarado
para dedicarme un piropo que sonaba a medias entre provocativo y
grosero.
Se
me encendieron las mejillas y sentí un brusco acceso de calor.
-Te
has puesto roja –dijo con un tono como si le gustara.
Oh,
imagino lo colorada que me puse, pues me suele suceder incluso cuando
la más inocente de las emociones perturba mi ánimo.
Mi
amiga sonrió.
-No
pretendía sonrojarte, pero la verdad es que eres un auténtico
bombón.
Guardé
un pudoroso silencio, simulando una indiferencia absurda a todas
luces. No pude, sin embargo, evitar fijarme en su cuerpo de atleta y
en la pícara mirada de sus grandes ojos. Nunca había visto a un
chico tan guapo y eso que había conocido chicos guapos. Ni tan
seguro de sí mismo.
Recuerdo
que vestía vaqueros ajustados a sus poderosos muslos y una camisa en
tonos azules que, aun no pudiendo calificarse de estrecha, le marcaba
los pectorales. Imaginé lo delicioso que resultaría sentirse
desnuda entre sus brazos, rodando entre cálidas sábanas, el
contraste de su fuerza casi animal sobre mi figura delicada y
flaquita como una rama joven de cerezo, cómo me defendería de sus
caricias que, en un alarde de masoquismo, llegué a imaginarme entre
halagadoras y violentas. Esa imagen me excitó. Sin embargo,
retrocedí un paso hacia atrás porque me sentía intimidada con su
manera de acercarse susurrando piropos a mi oído.
-¿Te
doy miedo?
-¿Cómo
dices?
-¿Si
te dan miedo los hombres?
No
supe responderle, porque por un lado le hubiera estampado con gusto
un bofetón, pero por otro, un impulso, hasta cierto punto
comprensible considerando lo que estaba aconteciendo en mis neuronas,
me animaba a sentirlo más y más cerca de mí. Bajé la vista e
imagino que de nuevo mi cara se encendió como si la alcanzara el
fuego.
-Veo
que eres demasiado tímida para lo que se estila hoy entre las chicas
de tu edad.
-Es
que me parece… -dije balbuceando.
-No
te preocupes, me encantan las chicas tímidas.
Cuando
pronunció esas palabras ya se encontraba tan próximo que pude
olerlo y el aroma de su piel me puso aún más nerviosa. No olía a
colonia sino a una mezcla de frescura y erotismo que contrariando mis
precauciones, me excitaba poderosamente. ¡Dios mío!, pensé, ¿qué
me sucede? Nunca en mi vida (bueno, puede que exagere, pero casi
nunca) los simples intentos de un hombre por seducirme me habían
enardecido hasta esos límites. Me temblaban las piernas y varias
zonas de mi cuerpo –no sólo el corazón- palpitaban a un ritmo
desenfrenado.
Sin
duda se estaba percatando de lo que sucedía dentro de mí, por
muchos disimulos de niñita ingenua a que me entregara, y eso lo
animó a continuar con sus atrevidos coqueteos.
-Por
favor… –le dije cuando me tomó de la cintura, pero con una
vocecilla muy poco convincente y permitiendo que me estrechara.
Tampoco me retiré cuando acercó de nuevo sus labios para
susurrarme… Bueno, ya no recuerdo las groserías que me dijo, y las
que recuerdo me avergüenza repetirlas porque por muy halagadoras que
resulten para una chica, incluían piropos y proposiciones que no
había recibido nunca con un lenguaje tan -¿cómo definirlo?, ¡oh,
Dios!-.
Por
primera vez en la noche le sonreí. Creo que la sonrisa respondía a
un débil mecanismo de defensa.
-Eso
ya me gusta un poquito más.
-¿Qué
es lo que tanto te gusta? –le dije porque, aunque seguía
intimidada, la excitación y las ganas de coquetear me iban soltando
la lengua.
-La
sonrisa tan encantadora que tienes –dijo el muy granuja, mientras
se acercaba al lóbulo de mi oreja y lo rozaba con sus labios para
insinuarme-: ¿te gustaría pasar la noche conmigo?
-No
soy de las que se acuestan con alguien la primera noche –me
apresuré a decirle.
-¿No?
–preguntó, como si se extrañara.
-Por
supuesto que no, ¿acaso te extraña?
A
esa respuesta (¿pregunta?) sus labios esbozaron su propia e irónica
sonrisa.
-Creo
que te has equivocado eligiendo chica –le dije.
-Nunca
me equivoco con las chicas.
...
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