...
PRIMERA
NOCHE JUNTOS
Cuando
aquella maravillosa noche llegamos a su apartamento, Leo giró la
llave en el bombín de la cerradura de la puerta con sigilo, como si
irrumpiéramos en propiedad ajena, apoyó una de sus manos en mi
espalda para invitarme a pasar y, antes de decidirse a encender la
luz, nos detuvimos en el pasillo bajo una humilde copia de “Los
girasoles” de Van Gogh, una frente al otro.
Nos
miramos y sus ojos despedían fuego, una codicia por poseerme que no
hacía nada por disimular. Imagino que yo lo miraba con carita de
mimosa, porque fue eso lo que dijo:
-Penélope,
tienes una mirada tan dulce que le entran a uno ganas de comerte.
Le
sonreí. Su mano había descendido varios centímetros hasta
alcanzarme las nalgas.
-Tienes
la falda húmeda –dijo.
-¿Qué
esperabas?
Soltó
el botón que la ceñía, bajó la cremallera y me la quitó. Pero no
para doblarla cuidadosamente sino para arrojarla al suelo como si
fuese un estorbo.
-¡Leo!
–exclamé, y mis ojos se cerraron.
No
supe reaccionar. Los nervios que se habían instalado en la zona alta
de mi estómago, se convirtieron de súbito en inquietas hormigas
danzando por el amplio espacio entre pubis y garganta y permanecí
completamente inmóvil mientras la misma mano que me había dejado
desnuda de cintura para abajo se colaba bajo el ribete de mis suaves
braguitas de seda y acariciaba zonas muy suaves de mi piel. Me situé
de puntillas y separé las piernas. Entonces me apoyó contra la
pared, secó con las yemas de sus dedos libres el agua que me
humedecía las cejas, colocó mis brazos de modo que colgaran de su
cuello y tirando con la otra mano hacia arriba de mí, me besó.
Cuando
paramos de besarnos se me escaparon varios suspiros encadenados. Me
sentía sin fuerzas, pero muy excitada.
Leo
no era de los que se andan con remilgos cuando desean a una chica.
Mientras nos besábamos desabotonó los botones bien abotonados de mi
chaqueta, me levantó la blusa y, en menos de diez segundos, liberó
mis pechos de la presión del sujetador, el mismo sujetador con doble
fila de corchetes que en varias ocasiones había requerido la ayuda
de mi compañera de piso para soltarlo.
Se
me quedó mirando con cara de sorpresa y una cierta congoja me
encogió el estómago. Tengo los pechos pequeños y temí que no
fueran a gustarle. Sin embargo, lo que le oí decirme fue:
-Oh,
Pe, vaya pechitos preciosos.
Y
acto seguido comenzó a besarlos y morderme los pezones, que se me
pusieron duros. Deseaba que me poseyera. Allí, en el mismo pasillo
donde se desataron de súbito todas mis emociones para convertirme en
una conejita en celo. Pero tras besarlos, se incorporó, me traspasó
con su poderosa mirada y me invitó a movernos.
Prácticamente
desnuda y casi tiritando de frío, apoyó una de sus manos en mi
cadera mientras nuestros torpes pies tropezaban o se pisaban y a
punto estuvimos de caernos. Quiso tomarme en brazos pero me negué.
Prefería caminar trastabillándonos, cogidos por la cintura, riendo
como bobos e intercambiando besos que parecían robados.
-Nos
vamos a matar –le dije en broma.
-Me
encantaría que me mataras, pero con las armas que yo elija.
-En
esas condiciones, prefiero que me mates tú.
-Descuida
–me dijo sonriendo de la manera más bonita que se puede sonreír-,
te voy a matar.
Sin
embargo, llegamos a nuestro destino sanos y salvos, aunque un poco
sofocados, respirando con esfuerzo y mi pobre corazón, que no
acababa de adaptarse a las nuevas exigencias, a punto de salirse por
la boca. Recuerdo que cuando entramos en su dormitorio me quedé
entre sorprendida y contenta mirando la cama. Nunca había visto una
cama tan grande. Imágenes veloces de lo que me esperaba allí
cruzaron por mi mente e imaginé aquella habitación con cuanto
contenía (incluidos los vulgares elementos decorativos), la antesala
de los jardines del edén (comprendo que exagero –hoy, aquella
noche no exageraba en absoluto-).
Una
de las paredes se cubría de arriba abajo con espejos instalados, sin
duda, con algún pícaro propósito por el granuja de Leo. Me atreví
a preguntarle. Y su respuesta provocó que siguiéramos riendo como
auténticos idiotas.
-Yo
nunca me hubiese arriesgado con este tipo de decoración –le dije.
-¿Por
qué no?
-Me
parece un poco atrevida.
-¿Quieres
decir hortera?
-Esa
no es la palabra. Diría que eres un chico al que le encantan los
riesgos.
-¿Cómo
psicóloga?
-Como
mujer. Las mujeres contamos con un sexto sentido para estas cosas.
Procuraba
que la respuesta sonara simpática en mis labios, poniendo en
práctica mis buenos modales, mi astucia femenina. Pero no creo que
en aquellos momentos lo que le preocupase a él fuera mi opinión
sobre su sentido de la estética decorando interiores...
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