EL PROFE...
-¡Oh,
qué vistas tan preciosas! –exclamé como una simple cuando
entramos al salón, un inmenso salón amueblado con muebles de
madera que imaginaba caros, dos grandes lámparas de cristal de roca
y pinturas en las paredes que parecían originales auténticos. Una
inmensa cristalera se abría a la terraza que sobrevuela el edificio
mirando hacia un parque que se extiende por el oeste de la ciudad y
aproxima lejanas cumbres con nieve en los picos en aquella época del
año. Abrió una de las puertas acristaladas y me invitó:
-Vamos,
veo que te encantan los paisajes y éste es digno de una chica tan
guapa como tú.
Salté
muy contenta los dos pequeños escalones que ascendían a la amplia
terraza, nos apoyamos los dos sobre el pasamano de la barandilla de
cemento y mirando al lejano horizonte repetí mis exclamaciones de
admiración. Luego le dije:
-No
me esperaba a un catedrático de insti viviendo en un piso tan
céntrico y lujoso.
Entonces
apoyó su mano en mi hombro como si tratara con una de sus alumnas
preferidas a la que explica algún problema de sintaxis y me aclaró:
-En
realidad no es mío, sino de mi mujer.
-Qué
más da.
-Su
padre es uno de esos constructores que se han hecho asquerosamente
ricos con la famosa burbuja inmobiliaria. Este edificio lo construyó
su empresa y lo puso a nombre de su amada y única hija como regalo
de cumpleaños. Ahora lo disfrutamos como otras muchas prebendas que
no creas que siempre obedecen a su generosidad. Recauda mucho dinero
en negro y necesita darle una apariencia decente, lavarlo, y nos
utiliza a nosotros. Pero, ¿qué demonios hacemos hablando de cosas
tan poco agradables?
-Tú,
¿estás enamorado de tu esposa?
-Si
te refieres a si la quiero, he de decirte que le tengo cariño. Si no
fuera así, no le hubiera enviado el ramo de flores, ¿no crees?
Cuando
se refirió al ramo de flores apretó un poco más mi hombro para
acercarme a él y, aunque mis sentidos se alborotaron un poco,
procuré comportarme como una chica tranquila que controla sus
impulsos y permanecimos unidos mirando al crepúsculo donde ya se
ocultaban los últimos rayos de sol.
-Hay
maridos que envían flores a sus esposas precisamente para disimular
que no las quieren –le dije, mirando a sus ojos negros que a su vez
me miraban como si fueran a licuarse al contacto con los míos-, o
que las están engañando con otras. Conozco casos.
-Creo
que será mejor que entremos. Empieza a refrescar y no me gustaría
que te resfriaras por mi culpa.
Le
sonreí y, mientras liberaba mi hombro, las yemas de sus dedos
rozaron –creo que intencionadamente- en mi cuello y, sin que la
sintiera apenas deslizarse columna abajo, la mano se apoyó en la
zona lumbar de mi espalda como si considerase imprescindible esa
ayuda para acceder de nuevo al salón.
Luego
me dio un beso en la mejilla. Nos miramos. Me ruboricé. Se quitó la
corbata y la chaqueta del traje y me invitó a que me sentara en un
amplio tresillo tapizado en cuero de cálidos tonos marrones con
reposapiés en el asiento de la izquierda, mientras se dirigía al
magnífico vestidor que antecede a su dormitorio. Y, por el tiempo
que tardó, imagino que también al baño.
-Ponte
cómoda –dijo-. Si te apetece, te puedes descalzar los zapatos y
estiras un poco las piernas. Te sentará de maravilla después de una
jornada, imagino que de duro trabajo.
-Oh,
gracias –le dije, pero declinando su amable invitación porque no
consideraba correcto tumbarme como una fresca. Y tampoco me sentía
tan cansada.
Al
quedarme sola me entretuve observando las bonitas pinturas que
adornaban las paredes. Incluso me levanté a curiosear. En una de
ellas, que representaba el busto desnudo de una hermosa mujer
sosteniendo en la mano un abanico con el que se cubre los senos,
podían leerse los trazos, sin duda auténticos, de la firma de
Zuloaga. “Vaya con el profe, se ve que el suegro lo considera buen
partido para su hija”.
A
su regreso, con los dos botones superiores de su camisa ya
desabotonados insinuando un pecho firme, bronceado y sin un pelo bajo
una fina cadena de oro, conectó el equipo musical a un volumen casi
inaudible. Música sinfónica, como tendría ocasión de susurrarme a
los pocos minutos al oído. En concreto Romeo y Julieta de Berlioz.
Yo
me había sentado de nuevo muy formalita en el sillón...
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