EMOCIONES ÍNTIMAS
Se
lo dije. Le dije que no lloraba de pena, sino de felicidad. Y él,
por primera vez en la noche, sonrió, acarició dulcemente mis
mejillas con las yemas de sus dedos y, apoyándose en los codos para
no lastimarme, aceleró el ritmo de sus embestidas, deteniéndose
cuando me llegaba más adentro y girando suavemente sobre mí antes
de reiniciar una nueva de serie de penetraciones que me volvían loca
de gozo. Tuve que morderme los labios porque aún no me atrevía a
chillar, pero me aferré a su cintura con una fuerza que nadie supone
en alguien tan flaquita como yo. Me aterraba que pudiera salirse
cuando más lo deseaba golpeando y derritiendo mis entrañas. En los
escasos momentos que me lo permitía incluso elevaba mi pelvis para
sentirlo como si formáramos parte del mismo cuerpo.
-¿Es
ésta la chiquilla ingenua con cara de no haber roto nunca un plato?
Yo
le respondí apretando con más ganas aún y suplicándole
únicamente:
-No
pares, por favor, no pares.
Y
él continuó poseyéndome como si aquellas palabras mías le
hubieran otorgado unos poderes de los que hasta entonces carecía.
Mientras
me penetraba una y otra vez saciando mi cuerpo de dicha y plenitud y
me conducía al primero de mis clímax, me sentí extenuada como un
pajarillo que vuela demasiado alto y luego se precipita al vacío.
Solté su cintura y extendí los brazos sobre las sábanas, cerrando
de nuevo los ojos para concentrarme en aquellas sensaciones. La
romántica Penélope se imaginó los pétalos de las encendidas rosas
que habíamos enviado entre los dos a su mujer aquella misma tarde,
derritiéndose entre mis piernas y enviando su esencia y aroma hacia
un espacio tan íntimo y profundo que resultaba sagrado el deleite en
que yo me deleitaba. En que me deleitaba el guapísimo profe de
lengua. “Oh, Dios mío”, musité para mis adentros, “que esto
no acabe nunca”. Ya completamente abandonada a sus caprichos y
hábiles maniobras de amante aunque apoyando todavía mis
pantorrillas en la parte posterior de sus muslos incansables
golpeando contra mí como si pretendiera partirme en dos.
Por
fortuna, las buenas nuevas continuaron regocijándome más allá de
lo previsible.
Cuando
pensé que había terminado, aunque no recordaba los bombeos de su
semen a lo largo de mi vagina porque salía de mi cuerpo en el
momento justo en que yo me aproximaba a los límites máximos de
excitación, indicó que me colocara de rodillas, a cuatro patas como
una perrita. Ansiaba preguntarle los motivos de su abandono, pero
antes de que me salieran las palabras comprendí que no pensaba
abandonarme. Situado detrás, de pie fuera de la cama, se inclinó y
sus manos acariciaron mis senos, luego el vientre y las ingles de las
que tiró para que nuestros cuerpos se acercaran.
Ya
había recobrado mis bonitas sensaciones previas a su salida cuando
sus dedos medio y corazón comenzaron a trazar suaves y pequeños
círculos sobre mi inflamado clítoris a la vez que me penetraba
hasta muy adentro. Su pene era como él, delgadito pero largo. Desde
un principio lo consideré de las dimensiones adecuadas para una
chica como yo. Y, sin falso orgullo, puedo presumir de lo certero de
mis pronósticos.
Gritamos.
Yo, de manera más escandalosa. Después de tantos esfuerzos
reprimiendo mis gritos, necesitaba gritar.
Reconozco
que los gemidos que salieron aquella noche de mi boca mientras
entraba, salía y entraba de nuevo para demorarse el muy pillo
buscando puntos sensibles en zonas tan profundas que nunca imaginé
que existieran en el cuerpo femenino, me habrían asustado a mí
misma si los oigo en labios de otra mujer.
Si
alguien o algo no lo remediaban en segundos, iba a estallar de gozo
desde el pubis a la cabeza. Los brazos ya no me sostenían y los
estiré a lo largo de la cama para agarrarme al borde del colchón.
Él, ajeno a mis gemidos, continuaba golpeando contra mis nalgas, no
muy fuerte pero con una constancia infinita, generando un sonido
rítmico que en uno de mis silencios me gustó como la más adorable
de las músicas.
Ya
había disfrutado de un primer orgasmo y luego otro cuando lo sentí
correrse hasta el fondo de mi vagina y, en cambio, nuevas
contracciones me ayudaron a incorporar de nuevo la cabeza, curvando
la espalda para sentirlo lo más cerca posible, y chillé y chillé
como una auténtica loba antes de desplomarme de bruces sobre las
sábanas cuan larga soy, con brazos y piernas muy abiertos.
-Eres
realmente deliciosa follando, Penélope.
Me
dio un azote de mentirijillas en el culo y me dejó allí tirada,
suspirando aún de gozo y agotamiento, para dirigirse al cuarto de
baño (imagino que quería confirmarme los exquisitos cuidados de su
higiene íntima)...
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