EL
PROFE DE LENGUA
No
me había atrevido a confesarle a Leo toda la verdad pues, aunque por
increíble que parezca llevaba meses sin mantener relaciones
sexuales, poco tiempo antes de conocer a la amiga del alma con quien
acabaría compartiendo piso, me había acostado un par de veces con
un cliente de la floristería donde trabajaba.
Por
cierto, un hombre educado, de metro noventa, cuarenta y pocos años y
guapo guapo a rabiar. Algunas canas en las sienes que le conferían
un aire de hombre maduro pero muy interesante. Y cuando te miraban
sus profundos ojos negros transmitía tal sensación de seguridad y
dominio que casi te animaba a rebelarte por miedo a caer en sus redes
a la mínima.
Según
me comentó, enseñaba lengua y literatura en un instituto. Vestía
con una elegancia que no se espera en un profe (“catedrático”,
matizó. “Perdona”, le dije. “No te preocupes, son matices que
carecen de importancia”): un impecable traje azul marino, camisa
blanca, zapatos de piel auténtica y corbata de seda a juego con
traje y camisa. Había requerido mis consejos sobre el tipo de flores
que pretendía enviarle como regalo de cumpleaños a su esposa,
también profesora que, según me informó, se encontraba
disfrutando de una beca en algún lugar de Alemania (¿puede que
Heidelberg?).
En
un principio me sentí incómoda con sus requerimientos y le dije que
se trataba de un regalo muy personal.
Pero
consiguió involucrarme. Era de ese tipo de hombres que parecen
extremadamente tímidos y, en cambio, hablan con una delicadeza que
gusta escucharlos porque sus palabras no sólo suenan bien sino que
te acarician los oídos y seducen con una magia a la que no resulta
sencillo resistirse.
Terminé
preparando uno de los ramos más hermosos que se le pueden enviar a
alguien. Su sonrisa de gratitud lo confirmaba. Y después de haberle
dedicado más tiempo del razonable para realizar una venta, dijo que
le encantaría invitarme a un café.
-No
acostumbro a alternar con clientes –le respondí con una inesperada
voz de estúpida.
-Disculpe
si he sido tan torpe como para transmitirle una impresión equivocada
–me respondió-. Parece usted la típica persona con la que se
puede mantener una interesante conversación y me hubiera gustado
comprobarlo, intercambiar algunas palabras y, por qué no, disfrutar
el privilegio de conocerla. No resulta fácil encontrarse en estos
tiempos con personas que le transmitan a uno vibraciones positivas. Y
además el gusto exquisito para las flores con que acaba de
sorprenderme no me parece un asunto baladí.
Esas
palabras me desarmaron. Los colores encendieron mi rostro. Y como
tratando de reparar con evidente torpeza mi metedura de pata le dije:
-Bueno,
la verdad es que no me importaría que tomáramos ese café. Pero no
salgo hasta las ocho.
-A
las ocho me tendrá como un clavo esperando a la puerta.
-Pero,
por favor, no me sigas tratando de usted.
-De
acuerdo, ¿Penélope?
-Penélope.
No
recordaba que alguien hubiese pronunciado mi nombre, aunque a la jefa
siempre le encantó dirigirme observaciones mientras atendía a mis
distinguidos clientes, para que se enterasen de quién llevaba las
riendas del negocio.
-Me
puedes llamar Alex.
Ni
yo misma me explico cómo terminamos aquella noche en su casa después
de un simple café en la cafetería que hay en la misma calle en la
que él vive y a la que llegamos disfrutando de un largo y ameno
paseo.
-Aquí
hacen un magnífico café- me explicó.
Sinceramente
me traían sin cuidado las habilidades cafeteras de aquel sitio pues,
entre otras cosas, no es que me guste demasiado el café. De hecho
acabaría tomando una menta-poleo.
Antes,
el catedrático se colocó a mi espalda para ocuparse de mi chaqueta.
Separó la silla con sus dos manos y luego me la acercó a las
piernas para que me sentara. Ese detalle que hoy consideraría
anticuado o ligeramente cursi, entonces me gustó. Charlamos, reímos
con alguna de sus ocurrencias. Era un tipo muy ingenioso. Mientras
hablaba, yo no dejaba de mirarle como miraría una fan a su ídolo. Y
no me duelen prendas en reconocer que me sentía importante a su
lado. La falda que vestía no es una de las minifaldas que suelo
ponerme cuando salgo de fiesta, pero sentada se me subía hasta medio
muslo y observé que en mi turno de palabra él miraba más a mis
piernas que a mis ojos, aunque con discreción para que no me
sintiera incómoda. En ningún momento puede decirse que me sintiera
incómoda. Quizás porque ocupaban demasiado espacio en mi cerebro
otras emociones.
En
aquella época no me sobraban amistades en la ciudad en la que apenas
llevaba viviendo dos meses. Algunos días me encontraba confusa (en
realidad, sola como una perrita abandonada por su dueño). Y lo
cierto es que las palabras y los modales de aquel hombre tan guapo y
elegante, que se dirigía a mí como si se dirigiese a una reina, me
ayudaron a sentirme halagada, protegida y en un punto muy próximo a
la excitación. No recuerdo la de veces que hizo referencia a mi
belleza pero con expresiones tan variadas que siempre sonaban como si
me piropease por primera vez. Yo le sonreí amablemente otras tantas.
No me encuentro en el grupo de chicas que se ofenden con las
galanterías de los hombres. Aunque me suban los colores y se me
ponga un nudo en el estómago.
Me
enorgullecía encontrarme un hombre así, tan delicado, tan cariñoso
con las mujeres como deduje por las frases que dedicaba a su esposa
en la tarjeta que acompañaba al ramo de flores que le enviamos a
través de interflora y no pude resistirme a leer, aunque me negaba
las consecuencias derivadas de las fantasías que de súbito
alteraron mi cabecita loca con explicaciones racionales que me
llevaron a creerme la mentira de que solo pretendía demostrarle
amabilidad a un cliente que se comportaba conmigo como un auténtico
caballero.
El
tiempo se nos fue volando. Nos sorprendió la noche entre sus amables
galanterías y mis risas con algunas de sus ingeniosas gracias. No
creo que mirase el reloj ni una sola vez a pesar de lo maniática que
soy con los horarios. Cuando me propuso que subiéramos a su lujoso
apartamento yo no dije ni que sí ni que no. Permití que me
arrastrara como arrastra la corriente de un río una fina rama de
abedul u otro árbol cualquiera...
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