EMOCIONES ÍNTIMAS
Resultaba
hermoso que se dirigiese a mí con aquella ternura y aquellas
atenciones como si para cada cosa que me hacía precisara mi permiso:
para decirme lo guapa que soy, lo bien que me sentaba la falda que
llevaba puesta, los ojos tan bonitos que tengo, para besarme en los
labios o quitarme la ropa. Yo colaboré a desnudarme la blusa y
bajarme la falda pero la tarea del sujetador se la cedí en
exclusiva.
Acarició
con infinita dulzura mis senos consiguiendo que se me hincharan,
poniéndolos firmes y turgentes. Y mientras se me encendían las
mejillas de rubor y entornaba los párpados, deslizó de nuevo su
mano en dirección a mi rodilla y al oírme suspirar me sentó sobre
sus poderosos muslos.
Un
exquisito temblor me sacudió de los pies a la cabeza pero permanecí
tan quietecita como una gata a la que acosa un fiero bulldog en una
esquina. Eso sí, palpitando hasta las mismísimas entrañas.
Tomó
mi copa de la mesita de centro para ofrecerme un último trago y,
aunque lo miré con ojos de sorpresa, lo acabaría apurando, como si
aquel cóctel fuera a facilitarme unas fuerzas que intuía iba a
necesitar mucho antes de lo previsto por la ingenua Penélope.
-Es
bueno que pierdas el control.
-¿Piensas
que me controlo demasiado?
-Menos
de lo que esperaba.
Me
pasé la lengua por los labios con intención de saborear las gotas
de licor y vi cómo, observando ese gesto mío que puede que
considerase travieso, también él se encendía, ceñía mi hombro y
mi cintura con cada una de sus manos y, mientras se me cerraban de
nuevo los ojos, me regalaba el segundo más dulce de los besos.
Permanecimos
besándonos hasta que notamos que nos faltaba aire. En realidad era
él quien me besaba mientras yo me dejaba besar con aquella sutileza
de hombre delicado, tan rica como caramelos o el cóctel que me
acababa de beber, permitiéndole los juegos de su lengua en mis
encías, en el velo del paladar, en mi propia lengua, en la comisura
de mis sexys labios con los que, cuando la sacaba de mi boca, me
atreví a succionársela.
Aquello
le gustó. Subida a su regazo para acariciarme a entero capricho y
besarme también en las mejillas, detrás de las orejas, en las
sienes y los párpados que yo entornaba, de nuevo introdujo una de
sus manos entre mis piernas con intención de separarlas y
acariciarme ya sin obstáculo alguno. “Quítate los pendientes”,
me susurró al oído. Le molestaban mis grandes aros para
mordisquearme los lóbulos de las orejas. Me los quité y, como no
sabía dónde depositarlos, no me importó tirarlos a la alfombra.
Percibí
cómo las yemas de sus dedos se humedecían.
Luego
hubo de agacharse y yo erguirme para que pudiera lamerme con
inenarrable dulzura los pezones.
-Tienes
unos pechos muy bonitos.
-Me
alegra que te gusten –le dije- porque siempre he tenido complejo de
pechos pequeños.
-Pequeños
pero preciosos como los de una adolescente.
-¿Das
clase a chicas?
-A
chicas y chicos.
-¿Años?
-Quince
y dieciséis.
-¿No
me verás como a una de tus alumnas?
-Las
hay que incluso parecen mayores que tú.
-Creo
que no se merecen las gracias ese tipo de piropos.
-Las
merecen.
-Pues
entonces, muchas gracias.
Acercó
uno de sus dedos a la carne viva y ardiente de mi sexo. Contraje
todos mis músculos y dije, “ay”, mientras introducía la puntita
en mi vagina y la rotaba.
-¿Te
hago daño?
Negué
moviendo la cabeza y mordiéndome el labio inferior. Me estremecía
de gusto, arqueaba la espalda como una víbora en posición de ataque
y de pronto comencé a besarlo en frente, sienes, pómulos... Y en la
boca.
Pero
cuando menos lo esperaba porque creo que estaba a punto de alcanzar
el éxtasis, decidió que debíamos incorporarnos. Lo miré con cara
mimosa sin atreverme a decirle nada.
-No
te preocupes -me dijo él al observar mi gesto de cierta decepción-,
volverás a recuperar esas bonitas sensaciones.
Me
tomó en brazos y me condujo por un amplio pasillo a su dormitorio.
Yo avanzaba como flotando, un poquito más alegre que de costumbre
gracias al cóctel que me acaba de beber y a las caricias con las que
me había deleitado, aferrada a su cuello, acurrucándome en la curva
de su clavícula. Volví a besarlo varias veces, lamiendo su barba
rasurada que olía a ricas maderas exóticas, puede que también
gracias a los prodigios del cóctel que dotaba de alas a mi pudorosa
imaginación. Y me sonrió con una sonrisa ya más pícara que dulce...
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