En
segundos, sin embargo, regresó junto a mí, se tendió en la cama,
me tomó por la cintura y, colocándome amorosamente sobre su cuerpo
(peso como una pluma) me estuvo besando con besos de los más
cariñosos que haya recibido (incluyendo los besos en la infancia de
mi cariñosa mamá), hasta que saciada de besos y caricias consideré
que había llegado la hora de irme.
Se
le veía también completamente rendido y no insistió para que me
quedara, aunque se levantó para acompañarme hasta el salón donde
mi ropa se esparcía sin orden por el suelo. Mientras contemplaba
cómo me vestía, comentó de nuevo lo apasionada y encantadora que
soy y que nunca había disfrutado con nadie como conmigo. Lo creí,
pero no pude evitar una pregunta traviesa.
-¿Ni
con ella?
-Ni
con ella.
Y
entonces me acerqué para colgarme de su cuello, me puse de puntillas
y le estampé un encendido beso en los labios.
No
se lo esperaba. Y le gustó. Permanecía desnudo e imagino que no
pudo evitar que su pene hendiera el vaporoso tejido de mi falda que
inmediatamente me subió por detrás, arrebujándola en la cintura.
“Dios mío”, pensé, “por qué me habré mostrado tan
impulsiva”, aunque en el fondo me sentía encantada con su
respuesta.
Me
arrastró unos pasos para apoyarme el culito sobre el cuero del
respaldo posterior del sofá y, como aún no me había vestido las
braguitas, me tomó de los muslos con sus presurosas manos y, tras
elevarme unos centímetros, me penetró sin otros preliminares. Con
un golpe seco y único.
Entonces
sí grité sin reprimirme, completamente embriagada, como si me
encontrase tendida en un campo de azucenas inhalando sus ricas
fragancias, tan intensas en medio de la noche. Mi cuerpo, en el que
entraba con prisa, ardía, rojo y azotado por bruscas convulsiones.
Ceñí su cintura con mis piernas. Mis manos colgadas de su cuello. Y
las suyas presionando en mi culito que amenazaba con derretirse con
cada una de sus embestidas.
Terminamos
en apenas dos minutos, uno de esos polvos rápidos y apresurados que
también era nuevo para mí, y juro que me encantó porque en ese
momento tampoco me lo esperaba y, aunque se corrió un poquito pronto
para mi gusto, no sólo me llenaba la dulce gratificación de
proporcionarle tanto placer sino que me sentía verdaderamente
dichosa. Además aquella noche me apetecía sentirme tan deseada por
un hombre que consideraba por encima de mí en numerosos aspectos.
Mientras
me ponía las bragas, lo miré, desnudo y hermoso a un palmo de mis
narices, y de nuevo me subieron los colores y me invadió una
incómoda pero agradable sensación de vergüenza por haberme
comportado desde un principio como una auténtica viciosa con él.
“¡Dios mío”, quise decirle, “yo no soy así”. Pero solo le
dije:
-Ahora
sí que me voy.
Nos
despedimos ya cerca de las primeras luces del crepúsculo, casi en
silencio, sin promesas de nuevas citas. Se ofreció para acercarme a
casa en su coche, un biplaza deportivo en el que me sentaría a la
tarde siguiente, pero le dije que gracias, que no era necesario.
-Si
quieres te puedes quedar a dormir. Conmigo. O en una cama para ti
sola.
La
que movía ahora la cabeza en sentido negativo era yo, aunque
sonriéndole para transmitirle lo contenta que estaba.
Como
se me había pasado el efecto del cóctel y mi femenina excitación
se encontraba perfectamente satisfecha, me planteé que lo mejor para
una chica de veintitantos años que a todo el mundo parece mucho más
joven era olvidarse de aquel hombre casado que casi me doblaba la
edad y que, como mucho en unas semanas, recibiría con ostensibles
muestras de cariño a su adinerada y bella esposa.
Nos
besamos en los labios a la puerta de su lujoso apartamento, me palmeó
el culito –algo que le encantaba, por lo visto- y bajé corriendo
las escaleras.
De
algún modo, prefería ese tipo de despedida...
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