EMOCIONES...
Nos
habíamos detenido a los pies de la cama, Leo desnudo pero yo aún
con las braguitas que no le había permitido quitarme en el pasillo,
un poco sonrosados los dos, sonriendo. Se colocó detrás, apoyando
sus manos en mi vientre, de modo que sus pectorales rozaban en mi
espalda, sus muslos en mis muslos y su sexo, ya en un punto rebelde
difícil de dominar, buscando acomodo entre la ranura de mis nalgas
donde con suma delicadeza había escondido previamente la tira
trasera de las braguitas. Le apreté las manos e intentó besarme en
la boca, con lo que nuestros cuerpos estrecharon su contacto. Hubiera
querido volverme pero aquella postura me gustaba tanto que prefería
mantenerla mientras fuese posible.
A
través de una amplia ventana sin cortinas penetraban las primeras
luces de la noche y una hermosa luna llena.
-Me
encanta la luna.
Leo,
sonriendo, me preguntó:
-¿Prefieres
que no encienda la luz?
Limité
mi respuesta a encogerme de hombros.
Sin
embargo, decidió acercarse a encender una lámpara. La lamparita
también se las traía, con su tulipa de plástico decorada con
dibujos eróticos en colores chillones. Y como remate, sobre el
cabecero un óleo de un pintor muy poco creativo en el que una mujer
a tamaño natural descansa desnuda y de espaldas a nosotros, tendida
sobre la hierba en la orilla de un río en postura reflexiva, como
meditando sobre la conveniencia o no de bañarse.
Los
espejos –pensé-, al menos ofrecen la ventaja de que podemos
contemplarnos mientras nos abrazamos, o bailamos un fingido baile, o
intercambiamos besos y caricias íntimas, y podría resultar
excitante.
Aunque
si todo aquello le gustaba al atrevido de Leonardo, por qué no
habría de gustarle a la soñadora Penélope.
De
regreso junto a mí, con la pobre luz entre azulada y rojiza
iluminando su bello cuerpo desnudo, apoyó sus manos en mis hombros y
sus labios rozaron en los míos.
-Estás
para comerte –dijo mientras me acariciaba las mejillas -esta
preciosa carita de muñeca-, y me levantaba la cabeza para mirarnos a
una distancia de auténtico peligro.
Yo
me estremecía.
El
agua de la lluvia, que había cesado, comenzó a golpear de nuevo en
los cristales, en los toldos de los comercios, en las farolas bajo
cuya luz parecía especialmente copiosa.
Me
acurruqué y sus ojos me dirigieron una mirada pícara que yo quería
interpretar como sensible, con sus buenas dosis de ternura y amor.
Sin embargo, siendo sincera y sintiéndome con fuerzas suficientes
para sostenerle la mirada, aquella manera suya de mirar contenía un
mensaje único que hasta la más tontita de las tontas entiende: un
deseo ardiente de follarme ¡Oh, Dios mío!
Me
subieron los colores cuando esa idea penetró mi alma, aunque también
me dejaba seducir por un cierto orgullo sintiendo sobre mi piel sus
lujuriosas intenciones. Pero es que por mucho que quisiera
explicármelo con palabras más románticas, no me salía.
Gracias
que con la disculpa de lo mimosa que soy, pude apoyar la cabeza sobre
su pecho, porque me temblaron las piernas, una catarata de estímulos
sensoriales amenazaba con ahogarme y la consiguiente descarga de
adrenalina me colocó al borde del desmayo.
“¿Me
quieres?”, le pregunté con una voz de ingenua total porque no
sabía qué decirle (mejor dicho, sabía, pero no encontraba modos de
expresarlo sin que se me cayera la cara de vergüenza).
Respondiendo
con una sonrisa, Leo me tomó en brazos y me llevó en volandas para
situarme sobre la cálida alfombra turca de motivos geométricos
adquirida en uno de sus viajes con la doctora Gwendoline. Allí me
rogó silencio posando su dedo índice sobre mis labios, retiró la
colcha con el mimo con que hubiera desollado la piel preciosa de un
animal salvaje y a continuación me hizo sentar sobre la sábana (ya
completamente desnuda y tiritando de frío -o puede que a causa de
las intensas emociones-).
Soy
delgadita pero bien proporcionada y aunque mis pechos no son todo lo
grandes que me gustaría, nunca me ha dado vergüenza que me vean
desnuda. No digo que me vaya exhibiendo por ahí, que no lo hago.
Pero tampoco se trataba de mi primera vez en la intimidad a solas con
un chico. Sin embargo, me sentía tan aturdida y emocionada que
cualquiera hubiese pensado que sí se trataba de mi primera vez.
-Me
gusta tu cuerpo –dijo Leo.
-¿Cuánto
te gusta? –le respondí por coquetear.
-Pareces
tan frágil que se diría que en el instante más inesperado te
pudieras romper y eso me pone.
-¿Siempre
te muestras tan seductor con las chicas?
-Deberías
preguntarme si alguna vez me he encontrado con una chica tan guapa y
sexy como tú.
-Eres
un cielo –le dije. No me importaba en absoluto el carácter
interpretativo de ese piropo. Ni sus dosis de sinceridad. Me
emocionaba oírlo. Apoyé mi carita de niña buena en su abdomen y él
acarició mis ondulados cabellos, mis mejillas, mis sienes…
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