EMOCIONES ÍNTIMAS...
Él,
desde la esquina donde sobre una especie de mesa auxiliar con ruedas
reposaban varias botellas de licores, se sirvió whisky con hielo en
un vaso largo y me preguntó con un tonillo entre pícaro y cómplice:
-¿Qué
le apetece a la señorita?
-¿Tienes
refrescos? No acostumbro a beber alcohol.
-Eso
es que nunca te han preparado algo tan rico como lo que yo pienso
prepararte. Déjalo de mi cuenta.
Y
tras regresar de la cocina con una rodaja de lima, hielo picado y lo
que me parecieron zumos, los mezcló en su coctelera con al menos dos
bebidas alcohólicas.
-Oh,
por Dios, no te pases, que quiero llegar a casa por mi propio pie.
Sonrió
y a los pocos minutos ya se encontraba a mi lado ofreciéndome el
cóctel exclusivo para mí y, en un plato –siempre tan detallista-
de loza con el borde de oro, finísimas lonchas de jamón ibérico.
Sabía
exquisito. Lo comimos en un periquete, yo con verdadera ansia.
Acostumbro a cenar temprano y lo cierto es que me moría de hambre.
-¿Te
apetece un poco más?
-Estaba
delicioso –le dije-, pero creo… -me tapó la boca y se levantó
para prepararnos otra generosa ración sobre varias rebanadas de pan
de molde.
Prácticamente
me la comí yo sola. Luego acerqué los labios a la bebida.
-¿Qué
tal?
-Riquísimo
–le dije, y un profundo trago resbaló por mi garganta obligándome
a toser y posarlo sobre la mesa -¿Qué le has puesto?, sabe dulce
pero muy fuerte. Rasca.
-Un
poquito de vodka y cointreau.
-Un
poquito… Si serás. Pero bueno, reconozco que sabe rico.
Apuré
otro sorbo mientras el profe de lengua me hablaba tomando mi mano
entre sus manos, jugando con las puntas de mi melena, colocándome
entre los dientes lonchitas de jamón, lo que le permitía rozarme
los labios con las yemas de los dedos.
Yo
me sentía muy a gusto escuchando los piropos que me dedicaba y
recibiendo sus amables atenciones, aunque un poquito tensa, rígida,
casi a punto de estallar. Y confundida.
-Reconozco,
Penélope, que ya en la tienda me llamó la atención lo guapa que
eres, pero nada comparable a la hermosura que irradia tu rostro
cuando sonríes o se te humedecen los ojos como ahora.
-Muchas
gracias -le dije.
-Creo
que te favorece la noche.
-Y
yo que me he encontrado con un seductor.
Me
agradaba que de vez en cuando el dorso de sus dedos acariciasen la
línea de mi mandíbula, pero cuando la introdujo bajo mi melena para
apoyarla en la nuca me aparté. No quería transmitirle la imagen de
que soy una fresca.
-Prefiero
que sigamos hablando -le dije.
-No
hay ningún motivo para que dejemos de hablar.
Me
ruboricé por segunda vez en la noche. Tomó mi mano entre las suyas
y la besó. Y hablamos. Hasta que saciada, tras haber dado buena
cuenta del contenido del plato -“buena chica”, dijo, y yo le
sonreí- mi cuerpo comenzó a relajarse como si entrara en una nueva
fase de sensaciones, flojo, blando, maleable como una barra de
plastilina. Cuando alcanzó de nuevo mi nuca intentando ceñirme, mi
cabeza se apoyó en su hombro.
Recuerdo
que entonces su otra mano se posaba en mi muslo y me subía la falda.
Sólo unos centímetros, aunque suficientes para que una sacudida de
deseo recorriera mi cuerpo. Me licuaba. Aún pretendí juntar las
piernas, pero no opuse otras resistencias cuando porfió por
separármelas. Creo que se me cerraron los ojos, pues ya no vi sus
labios acercándose a los míos para besarlos. ¡Nuestro primer beso!
Las
manos, mis temblorosas manos permanecieron inmóviles sobre mi propio
vientre mientras la suya seguía ascendiendo hasta alcanzar el borde
de mis finas braguitas. No me importó ofrecerle la boca para que
pudiera introducirme la lengua como pretendía (“¡santo cielo!,
Penélope”, me pregunté, “pero, ¿qué haces, cuando lo único a
que aspirabas era a una breve y agradable conversación con el
catedrático de literatura, tal vez sobre tus libros y autores
favoritos?”). Pero en dos segundos deseché esa pregunta. Por
estúpida. E inadecuada a todas luces, considerando las tiernas
sensaciones que me embriagaban. Sensaciones de calor, hormigueo,
abandono, relax, como si una corriente de agua me impulsara hacia una
orilla virgen de arena húmeda y caliente bajo los primeros rayos del
sol.
Tras
el beso, me miró y dijo:
-Qué
rica estás, Penélope.
Bueno,
en realidad lo que dijo fue, “qué rica eres y qué buena estás”.
Y a mí me puso muy contenta que a un caballero tan elegante, maduro
y guapo, le gustara alguien como yo, más bien flaca y con poco
pecho, aunque reconozco que mis piernas son bonitas y mis grandes y
carnosos labios confieren a mi cara de ingenua un toque pícaro que
gusta mucho a la mayoría de los hombres. Uno de sus dedos presionó
en la entrepierna sobre mis bragas. Muy suave...
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