lunes, 9 de febrero de 2015


EMOCIONES

Me sentía muy contenta en sus brazos aunque con los nervios estallándome en numerosas partes del cuerpo como si, aún virgen, me encontrara a punto de perder mi virginidad con un hombre al que sólo conocía de aquella misma tarde enviando un ramo de flores a su esposa. Un hombre maduro, guapo guapísimo, con mucha clase e imagino que experiencia con mujeres y que, aunque se mostraba tan delicado conmigo, seguía provocándome una extraña mezcla de miedo y excitación que me conmovía hasta los tuétanos.

Cuando llegamos al dormitorio me depositó sobre una alfombra suave con largos hilos de lana y dijo:
-Ahora quiero que me quites la ropa.

Sentía un comprensible pudor. Desnudarlo me provocaba fantasías como si lo fuese a violar. Iba a sugerirle que se desnudara solo. Necesitaba acudir al baño con urgencia. Me habían entrado ganas de hacer pis y el hormigueo que descendía por mi cuerpo desde la nuca amenazaba seriamente mi equilibrio. Incluso se me nubló por unos segundos la vista como si me amenazara una ligera lipotimia debido a la tensión y a que no estoy acostumbrada a beber bebidas alcohólicas.
-¿Qué sucede? –me preguntó.
-Perdona. ¿Permites que entre un segundo al baño?
-¿Justo cuando más deseo que permanezcas junto a mí?
-Es que me meo, de veras.
Acarició suavemente mi melena -sonriendo con sonrisa pícara-, luego mis enrojecidas mejillas, y dijo:
-Anda, corre, pero no tardes.

Mientras me giraba, me palmeó el culito y yo dije, “ay”, pero tan orgullosa que a punto estuve de alejarme corriendo dando brincos de locuela.
El cuarto de baño era más grande que mi dormitorio, con sauna, jacuzzi y una ducha en que entrarían seis o siete personas. Casi me daba reparo sentarme en la taza, y con los nervios me costaba que saliera el pis.
-Vamos, cielo –chilló desde la habitación en un tono casi de burla- que vas a quedarte fría.
Hasta el papel higiénico era tan suave que apenas sentía que me limpiaba.
Regresé a su lado, dispuesta a portarme como una chiquilla obediente. Nos miramos. Aunque me temblaban los dedos, fui desabrochando los botones de su camisa. Luego le apoyé las palmas de mis manos en pecho y hombros que, a pesar de que es muy delgado, me parecieron firmes y duros como si los sometiera a intensos ejercicios físicos, y se la fui deslizando con una lentitud no premeditada (¡lo juro!) hasta que cayó al suelo.

-Eres muy buena desnudando.
Me subieron por enésima vez los colores a la cara, pero le respondí:
-No creas que tengo mucho entreno desnudando.
-Pues improvisas de maravilla –. Bajó el tono de voz y, casi en susurros, me dijo: -Ahora toca la cadena.
Embelesada como una boba muy boba, levanté los brazos para alcanzarle el broche de apertura en la zona posterior del cuello.
-Vaya, no parecía que fueras tan alto –le dije, y al decirlo, las puntas de mis pechitos rozaron como por descuido en su pecho y, para mi sorpresa, comprobé cómo se estremecía en un breve pero entrañable respingo. No se lo esperaba. A mí se me pusieron muy duros los pezones y, aunque coquetamente tímida, porfié algo más de lo necesario con aquel broche, teniendo en cuenta lo habilidosa que soy.
Mis neuronas se estaban alterando. Muy contenta. Deseaba abrazarlo pero como soy muy tímida no me atreví.
Le entregué su cadena de oro, que arrojó con displicencia a un sofá, y luego condujo mis manos a la hebilla de su cinturón. Tampoco me resultó demasiado difícil soltárselo, pero el sonido de los dientes de la cremallera de sus finos pantalones mientras se la bajaba, aceleraron el pulso de mi sangre a la altura de las muñecas (¡Dios mío!, exclamé para mis adentros, ¡cuántas nuevas sensaciones en una sola noche!)...


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