martes, 3 de febrero de 2015


EMOCIONES...
Nos habíamos detenido a los pies de la cama, Leo desnudo pero yo aún con las braguitas que no le había permitido quitarme en el pasillo, un poco sonrosados los dos, sonriendo. Se colocó detrás, apoyando sus manos en mi vientre, de modo que sus pectorales rozaban en mi espalda, sus muslos en mis muslos y su sexo, ya en un punto rebelde difícil de dominar, buscando acomodo entre la ranura de mis nalgas donde con suma delicadeza había escondido previamente la tira trasera de las braguitas. Le apreté las manos e intentó besarme en la boca, con lo que nuestros cuerpos estrecharon su contacto. Hubiera querido volverme pero aquella postura me gustaba tanto que prefería mantenerla mientras fuese posible.
A través de una amplia ventana sin cortinas penetraban las primeras luces de la noche y una hermosa luna llena.
-Me encanta la luna.
Leo, sonriendo, me preguntó:
-¿Prefieres que no encienda la luz?
Limité mi respuesta a encogerme de hombros.
Sin embargo, decidió acercarse a encender una lámpara. La lamparita también se las traía, con su tulipa de plástico decorada con dibujos eróticos en colores chillones. Y como remate, sobre el cabecero un óleo de un pintor muy poco creativo en el que una mujer a tamaño natural descansa desnuda y de espaldas a nosotros, tendida sobre la hierba en la orilla de un río en postura reflexiva, como meditando sobre la conveniencia o no de bañarse.
Los espejos –pensé-, al menos ofrecen la ventaja de que podemos contemplarnos mientras nos abrazamos, o bailamos un fingido baile, o intercambiamos besos y caricias íntimas, y podría resultar excitante.
Aunque si todo aquello le gustaba al atrevido de Leonardo, por qué no habría de gustarle a la soñadora Penélope.
De regreso junto a mí, con la pobre luz entre azulada y rojiza iluminando su bello cuerpo desnudo, apoyó sus manos en mis hombros y sus labios rozaron en los míos.
-Estás para comerte –dijo mientras me acariciaba las mejillas -esta preciosa carita de muñeca-, y me levantaba la cabeza para mirarnos a una distancia de auténtico peligro.
Yo me estremecía.
El agua de la lluvia, que había cesado, comenzó a golpear de nuevo en los cristales, en los toldos de los comercios, en las farolas bajo cuya luz parecía especialmente copiosa.
Me acurruqué y sus ojos me dirigieron una mirada pícara que yo quería interpretar como sensible, con sus buenas dosis de ternura y amor. Sin embargo, siendo sincera y sintiéndome con fuerzas suficientes para sostenerle la mirada, aquella manera suya de mirar contenía un mensaje único que hasta la más tontita de las tontas entiende: un deseo ardiente de follarme ¡Oh, Dios mío!
Me subieron los colores cuando esa idea penetró mi alma, aunque también me dejaba seducir por un cierto orgullo sintiendo sobre mi piel sus lujuriosas intenciones. Pero es que por mucho que quisiera explicármelo con palabras más románticas, no me salía.
Gracias que con la disculpa de lo mimosa que soy, pude apoyar la cabeza sobre su pecho, porque me temblaron las piernas, una catarata de estímulos sensoriales amenazaba con ahogarme y la consiguiente descarga de adrenalina me colocó al borde del desmayo.
¿Me quieres?”, le pregunté con una voz de ingenua total porque no sabía qué decirle (mejor dicho, sabía, pero no encontraba modos de expresarlo sin que se me cayera la cara de vergüenza).
Respondiendo con una sonrisa, Leo me tomó en brazos y me llevó en volandas para situarme sobre la cálida alfombra turca de motivos geométricos adquirida en uno de sus viajes con la doctora Gwendoline. Allí me rogó silencio posando su dedo índice sobre mis labios, retiró la colcha con el mimo con que hubiera desollado la piel preciosa de un animal salvaje y a continuación me hizo sentar sobre la sábana (ya completamente desnuda y tiritando de frío -o puede que a causa de las intensas emociones-).
Soy delgadita pero bien proporcionada y aunque mis pechos no son todo lo grandes que me gustaría, nunca me ha dado vergüenza que me vean desnuda. No digo que me vaya exhibiendo por ahí, que no lo hago. Pero tampoco se trataba de mi primera vez en la intimidad a solas con un chico. Sin embargo, me sentía tan aturdida y emocionada que cualquiera hubiese pensado que sí se trataba de mi primera vez.
-Me gusta tu cuerpo –dijo Leo.
-¿Cuánto te gusta? –le respondí por coquetear.
-Pareces tan frágil que se diría que en el instante más inesperado te pudieras romper y eso me pone.
-¿Siempre te muestras tan seductor con las chicas?
-Deberías preguntarme si alguna vez me he encontrado con una chica tan guapa y sexy como tú.
-Eres un cielo –le dije. No me importaba en absoluto el carácter interpretativo de ese piropo. Ni sus dosis de sinceridad. Me emocionaba oírlo. Apoyé mi carita de niña buena en su abdomen y él acarició mis ondulados cabellos, mis mejillas, mis sienes…



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